Las horas (The Hours, 2002). Los horas heredadas.


“Pero todavía quedan las horas, ¿no? Una hora y luego otra, y pasas una y luego, Dios mío, tienes que pasar otra”.
Si hay algo que escapa de las manos de todo ser humano, entre otras muchas cosas, es el tiempo, que, aun subjetivo, se constituye como el mejor mecanismo de control del transcurso de nuestras vidas. Día a día, hora a hora. Siempre entre la presencia y la ausencia. En las agujas del reloj, nunca detenidas, que, en su avance, se tornan puñales que abren heridas reabiertas con cada nuevo minuto. Y de eso era plenamente consciente una de las figuras más caleidoscópicas que dejó a su paso el pasado siglo, Virginia Woolf, cuyo legado sigue calando aún cien años después y se mantiene tan vivo como cuando bullía en el interior de esa mente atormentada y genuina. Fue ella la que supo concentrar un solo día una vida entera, la que fue capaz de comprimir en la víspera de una fiesta, el espíritu de una época y sobre todo la retrospectiva de una mente agotada. Tanto es así que Michael Cunningham, consciente de tal preciada herencia, decidió rendirle homenaje en su novela Las horas (1998), aprovechándose también de paso para continuar, en cierta manera, la revisión de ciertos paradigmas de lo femenino desde lo íntimo que ella ya inició, a través de la creación de tres mujeres cuyos destinos estarían entrelazados mucho más allá de los hechos más aparentes. En la novela, Cunningham, se inspira no solo en el argumento, sino también en la cadencia introspectiva y escurridiza que caracterizaba a la autora inglesa, para armar un relato donde Virginia se leyera en cada párrafo. En cada línea. Donde cada página fuera capaz de rezumar el amor a la vida de la autora y el profundo entendimiento que no le dejó otra opción que su rechazo. Las frases de alargan, las comas se replican, se suceden y retrasan la puntuación para imitar el funcionamiento de la mente humana. Como las horas.
En 2002, Stephen Daldry, con guion de David Hare, tras hacerse Cunningham con el Pulitzer, se tomó el atrevimiento de adaptar la novela, con lo que ello implicaba. Una adaptación con un resultado magnífico que recoge a la perfección la poética de la intimidad que parte desde Mrs.Dalloway (1924), se amplifica en el texto y toma volumen en la película. A grandes rasgos, puede calificarse como una adaptación fiel a la(s) novela(s). Respeta el orden, al menos de las escenas más importantes, y completa el relato añadiendo lo que la novela no puede: las imágenes. No es que las palabras carezcan de fuerza expresiva, y de alguna manera de imágenes creadas por propia la mente, pero es apabullante la sensación generada a partir de esos primeros planos (en ocasiones primerísimos) de los rostros de las tres actrices cuyas miradas, sutiles y contenidas, expresan el torbellino emocional de sus pensamientos y elucubraciones. La cámara parece no dejar espacio libre, avanza lentamente hacia dichos rostros, queriendo traspasarlos, para descubrir la contradicción que comparten: la dicotomía entre vida y muerte. Porque tanto Mrs.Dalloway, como cualquiera de las dos versiones de Las horas, aprecian la vida, la disfrutan y también la sufren, tanto que se plantea la muerte como una opción. Como una vía de escape o simplemente como la única opción posible.


Sin entrar a desentrañar cuáles son los hilos tejidos que conectan las tres tramas (y que se disfrutan mucho), puede decirse que Virginia Woolf y su novela Mrs.Dalloway es el vértice de la pirámide de la que van a partir los otros dos. Mientras que en voz en off (una irreconocible Nicole Kidman) desde los años veinte construye su novela, en 1951 una mujer atrapada en su jaula de oro (Julian Moore) lee desesperadamente la novela en un proceso de búsqueda de un cuarto propio que incluso cree encontrar en la habitación de un hotel lejos de su familia; y en 2001, otra mujer (Meryl Streep, a quien se alude directamente en la novela) reproduce los sucesos acontecidos en Mrs.Dalloway, recibe el nombre de esta y comparte con ella mucho más que eso.
Entonces, Las horas, que se extiende o trifurca en tres tiempos distintos, recoge la situación de la mujer en cada una de sus épocas, ocupando así el sentir y padecer de estas el centro del relato. Hace de lo personal, lo político. Muestra, de manera muy sutil, los mecanismos de control, de opresión y de asfixia que han operado en cada una de esas épocas para constreñir a los sujetos femeninos. Enfermedades mentales, depresión, expectativas conforme a los roles de género, la pérdida de lo que un día fue una posibilidad, la escasa autonomía, la represión del deseo… Lastres que se han ido arrastrando de una década a otra en continua transformación. Siempre mutando. Y esa especie de asma impuesta que no les permite respirar como debieran se traduce en la película a raíz de la atención a los rostros de las actrices, el pesimismo de los diálogos y del plano sonoro.


La banda sonora, compuesta por Philiph Grass, a base de cuerda y piano, sirve de recurso empático, que enfatiza -pero no subraya- el estado anímico de las tres protagonistas. Si las frases aletargadas reproducían el funcionar de la mente, la música palpita al son de las emociones de las tres mujeres y aparecen siempre en momentos clave como unión de los tres espacios temporales y cesa cuando el contenido de los diálogos debe prevalecer. En su justa medida aquí la música es el mejor catalizador. Pero, aun así, el temperamento íntimo e introspectivo que atraviesa toda la película (que dura casi dos horas) convive con un ritmo dinámico, conseguido mediante el montaje alterno, que une a través de objetos semánticamente similares las tres épocas. Este montaje semántico da como resultado hondas sinergias como, por ejemplo, la del agua, cuyo caudal servirá como inicio y fin de la historia y cómo medio de acceso a la muerte cuando esta parece ser la única salida.


Y, al final del día, tras las infinitas posibilidades que ofrece la mañana temprana, el arranque del día, tras todos aquellos avatares que se suceden imprevistos, llega la noche, inmejorable instante para mirar hacia atrás. Y ahí, solo ahí, puede medirse el valor de una vida. Pero no puede hacerlo cualquiera. Esa persona sería la visionaria, la poetisa. Porque como bien declara Virginia por boca de Nicole Kidman “alguien tiene que morir para que los demás valoren la vida”. En efecto, Virginia se fue, no pudo más, y aun así nos dejó como herencia el valor de una vida. La valentía de soportar una. De enfrentarse a ella. De valorar siempre los años, siempre el amor. Siempre las horas.


“La mayoría, la gran mayoría, somos devorados lentamente por alguna enfermedad o, si tenemos mucha suerte, por el tiempo mismo. El único consuelo que tenemos es esta hora o aquella de nuestra vida, contra toda probabilidad y contra toda expectativa, se abre de pronto y nos da todo lo que hemos imaginado […] sabemos que a esas horas, inevitablemente, les seguirán otras, mucho más oscuras y más arduas. Apreciamos, no obstante, la ciudad, la mañana; por encima de todo, confiamos en que sigan existiendo”.

Comentarios