Ondina. Un amor para siempre (Undine, 2020). La memoria eterna del agua.


En un año tan atípico como este, en el que los estrenos se retrasan o derivan a otras vías de exhibición menos convencionales, el 17º Festival de Cine de Sevilla abre sus puertas al público con una historia no menos singular traducida al español como Ondina. Un amor para siempre (Undine) del alemán Christian Petzold. Una película difícil de catalogar en un género concreto; aunque su río principal esté marcado por un extraño romance, este se transforma y completa a partir de diversos afluentes surrealistas y mitológicos. Para ello, el director se sirve de la figura de la mitología germánica, la ondina (la náyade griega), como protagonista de una historia donde se construye un aparente diálogo (algo hermético) entre el origen folclórico y popular de la protagonista con las transformaciones urbanísticas a lo largo de los siglos de la capital alemana. Es después de una de las charlas sobre la ampliación del Palacio cuando Ondina (que trabaja como guía en un museo) asegura que “el progreso no existe”, una suerte de premonición de un destino del que parece no poder escapar. 

La primera parte de la película pone sus formas al servicio de la construcción de un melodrama, más o menos convencional, mediante el empleo de la romántica banda sonora que acompaña las múltiples escenas en las que los protagonistas son incapaces de mantenerse separados. Incluso cuando hay un cristal entre ambos existe la intención de traspasarlo y de correr más rápido que el tren -ese que cruza constantemente la ciudad desde el casco urbano a las afueras naturales, de la misma forma que Ondina se mueve entre el mundo real y mágico-. Pero esta ilusoria cotidianeidad siempre va a estar acechada por elementos inexplicables, casi sobrehumanos. Tanto en el arranque de esta historia de amor, marcada por la ruptura de Ondina con su pareja anterior (al que advierte que tendrá que matar por su traición) como la escena en la que se enamora de Christoph -en la que una pecera estalla en mil pedazos y el contenido de esta los arroja al suelo y empapa hasta clavarles cristales en la piel-, sobrevuela un cierto aliento sobrenatural. Y el elemento que encarnará dicho aliento será el agua, la provocadora de la unión y la que determinará cada uno de los pasos de los protagonistas que pisan la ciudad levantada sobre “el gran pantano seco” que es Berlín.

Más allá del desenlace shakesperiano del filme, sería con La Forma del Agua (Guillermo del Toro, 2018) con la película que podría presentar ciertos puntos en común tales como la construcción del romance acuático, aunque finalmente se aleje por completo de dicho relato para tomar el agua como lugar de memoria. El agua como principio y como fin, lugar en el que siempre podrán encontrarse quienes han sido unidos por unas fuerzas ancestrales que desafían el amor y la muerte (entendidas como tal) provocando una sinergia que invalida al uno sin el otro. Así, Ondina parecía morir, aceptando su destino (no sin antes vengarse), para resucitar y recomponer a Cristoph, el buzo del lago al que se anclará para siempre.

 

 

 

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