La última primavera (2020). La evocación del recuerdo ficcionado como documento de la realidad
Decía Tom Clancy que la
diferencia entre ficción y realidad radica en que la primera tiene más sentido
que la otra. Quizás Isabel Lamberti no tuviera en mente en su ópera
prima esta afirmación, pero lo que sí queda patente en La última
primavera es que la cineasta entiende la ficción como una herramienta
con capacidad de evocación la vez que constituye un documento de la realidad.
Es decir, que la ficción es un buen recurso para contar la verdad. Un camino ya
transitado por otros cineastas anteriormente como Isaki Lacuesta e Isa Campo en Entre dos aguas (2018). Por eso Lamberti decide no acudir (solo) al documental para narrar
la historia de la familia Gabarre-Mendoza, a la que ya se había acercado en su
cortometraje Volando voy (2015) a través del joven David. Ahora
bien, que Lamberti tome esta decisión no quiere decir que invente nada, sino
que transforma el testimonio real de los supervivientes de aquellos
desesperanzadores días en imágenes. Unas imágenes que escriben momentos
concretos -por representativos o simbólicos- y reconstruyen la última primavera
de la familia en la Cañada Real, ese espacio que durante toda su vida los
acogió cuando el resto no lo hizo y les sirvió de hogar.
La última primavera se
presenta como una reconstrucción de los escasos días en
que los Gabarre-Mendoza tuvieron que enfrentarse a cómo el brazo
mecánico de una grúa demolía los débiles muros que hasta ese momento los habían abrazado
a ellos, teniendo la oportunidad en esta ocasión de ofrecer una reacción
mediante los primeros planos que la directora recoge de cada uno de ellos. Y es
ahí donde reside lo extraordinario, en haber sabido aprovechar la perspectiva y
la distancia que ofrecen el tiempo y la ficción para encuadrar lo más relevante
y dejar fuera de campo -mediante las elipsis o el ágil montaje- lo que menos
importa. Por tanto, la película adquiere sentido como un cruce continuo entre
el artificio de la puesta en escena, planificada y organizada, y la veracidad
de la realidad, presente en los rostros y diálogos improvisados de los verdaderos
protagonistas de la historia.
La cámara, siempre en mano, se
cuela dentro de la chabola de los Gabarre-Mendoza a la vez que en la gran
comunidad de las familias que habitan ese espacio -asombrosamente madrileño-
como si fuera una más. No hace ruido, no se mueve a destiempo. Sigue muy de
cerca, aunque sin resultar nunca intrusiva, a ese David padre intentado
solicitar una vivienda donde realojar a su clan demostrando las mil y unas
trabas burocráticas; a esa Agustina madre, extenuada, limpiando una cocina
donde se prepara el sustento de muchos; a ese joven David que busca ganarse la
vida como peluquero mientras se convierte en adulto; a esa joven María a la que
su madre no entiende por haber dejado su casa; incluso al pequeño Alejandro que
parece destinado a un crecimiento precoz… Una cámara confidente que se detiene
en el retrato de los personajes a través de sus expresiones y, sobre todo, de
sus acciones cotidianas, esas que demuestran el lugar central que ocupa para
todos ellos la noción de familia. Una noción fuerte que pasa por ver a ese
abuelo abrazado a su pequeño nieto mientras duerme con el biberón en la mano.
La misma noción que se oye cantada por los Yakis en los créditos: «por
bandera mi familia, mi familia es lo primero». Y serán esos lazos afectivos
de La última primavera, reforzados por la crianza en los márgenes, los
que provocan que el realojamiento se perciba como una fractura insalvable en la
familia. Como una brecha imposible de sondear. Porque estas familias no se
sienten preparadas para reinsertarse en pequeños pisos incapaces de congregar y
dar asilo a tantos miembros. Algo que resume a la perfección Lamberti en dos
escenas que se contraponen, la de esos dos chicos corriendo en el monte frente
al estatismo con que se observan en el parque artificial de una urbanización de
pisos.
Entonces, en La última
primavera, galardonada con el premio New Directors en el Festival de San
Sebastián, podría decirse que Isabel Lamberti propone la evocación de un
recuerdo. El recuerdo, que siempre permanecerá en presente, de una familia que
se vio obligada a hacer la mudanza de toda una vida en un par de días. El
testimonio ficcionado de quienes pensaron que la irrupción de la
policía en el cumpleaños del pequeño Alejandro no era más que otra respuesta burda
ante el desconocimiento de una forma de vida. La ruptura de la promesa de la
permanencia de esa vida «otra tempora’ güena», como dice David. Y,
aunque ya no habrá más una chabola pintada de morado, ni extensos campos por
los que correr, ni un espacio común para todos, siempre les quedará el
sentimiento de comunidad que han logrado preservar a pesar de todo -La
última primavera cierra de la misma forma que abre-. Esa idea de comunidad,
de familia, de hermandad, que es capaz de hacer posible trasladar la Cañada
Real a un Madrid más cercano. De mantener lo vivido en las sillas y grandes
mesas de plástico de su patio a los conjuntos cool de las terrazas de
cadenas de comida rápida. Porque, como todos hemos aprendido para el final de
la película, la Cañada no es solo un lugar aparentemente desconocido. Son todos
y cada uno de ellos.
(Publicado en: Revista Mutaciones)
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