Fleabag (2016-2019). Una maestra escapista del dolor.
Fleabag es, como indica el
inicio de la segunda temporada, una verdadera historia de amor. De las que
dejan huella. Y una sobre miedos, tanto femeninos como universales. La
protagonista, interpretada por Phoebe Waller-Bridge, es un personaje
contradictorio y atractivo en torno al que van a girar todos los elementos de
la serie. En clave de comedia dramática, donde cualquier atisbo de melodrama
queda dinamitado por la ágil lengua de Fleabag -su nombre en ausencia de
cualquier otro-, la serie habla de una mujer rota e inmadura atravesada por el
duelo tras la muerte de su madre y su mejor amiga. Un personaje que no es capaz de lidiar con
sus emociones, sirviéndose del footing como excusa para visitar la tumba
de su madre cada día y manteniendo abierto un pequeño café que no da ingresos.
Fleabag está llena de culpa y encierra su dolor en diálogos de un sofisticado
humor negro (“a veces pienso que si tuviera las tetas más grandes no sería tan
feminista”). Para hacer posible la huida, despliega un dispositivo muy
sugerente que materializa con la ruptura de la cuarta pared. Con dicho recurso,
Fleabag establece una comunicación unilateral con el espectador al que hace cómplice
de sus incapacidades, trasladando mensajes sarcásticos sobre las situaciones
que experimenta. En realidad, necesita ocupar su mente con otras imágenes que
no sean las del pasado, esos breves flashbacks que se cuelan de manera
intermitente en la pantalla de la misma forma que cruzan su mente. Pero, a su
vez, la resistencia a afrontar los duelos forma parte de una estrategia
mediante la cual superar el trauma implica olvidar y no está dispuesta a ello.
Una serie cuyo formato puede
provocar una idea equivocada. Las dos temporadas, de seis capítulos cada una,
no contienen un producto ligero. Es más, la corta duración de los capítulos (25
minutos aproximadamente) es una metáfora perfecta de cómo Fleabag escapa
rápidamente de sus problemas. Con tan poco, Phoebe, a partir de un texto propio
-que nació para el teatro y luego adaptó convirtiéndose en codirectora,
escritora y protagonista de la serie- es capaz de renovar la narrativa del
dolor. Y aunque se trate de una propuesta original, se entiende en un contexto
en el que son las cineastas quienes han comenzado a explorar formas
alternativas de narrarse, en un proceso de toma de conciencia de sí mismas como
sujeto que aporta nuevas perspectivas sobre temas normalmente narrados por
hombres: el sexo, la menopausia, la relaciones entre mujeres -destacando la de
Fleabag con Claire-. Y tanto ha calado la sinceridad de Fleabag que han
llegado a producirse remakes (Mouchée) y otras series que han recogido
el relevo para seguir explorando tabúes como el de la sexualidad en Pure
o el consentimiento, desde un tono menos cómico, en I May Destroy You.
Y así, se llega al devastador final que es en realidad un esperanzador comienzo. Fleabag se marcha en dirección contraria a la cámara. Y aunque tras despedirse vuelva a mirar, lo hace para dar el adiós definitivo porque comprende que debe aprender a quererse con todas sus contradicciones. Y para eso no puede seguir interpelando a una audiencia que ha sido cómplice del estancamiento personal de la protagonista. Aprender a convivir con ella implica abandonar el dispositivo -descubierto por “el cura”- tras el que se había atrincherado. Y echar a andar. Sola. Ella, que había sido -como Hillary (la cobaya)-, una maestra escapista del dolor. Por eso Fleabag es una verdadera historia de amor. Del esencial: el amor propio.
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