Petite Maman (2021). Nuestra 'petite' cápsula del tiempo.

  

El tiempo, por mucho empeño que se ponga en entenderlo como verdad inapelable, es una noción subjetiva. Estirable y contraíble. Es decir, absolutamente manipulable. De esa idea se sirve Céline Sciamma, en Petite Maman, para dibujar su propia fábula sobre el tiempo. Una fábula que es, a la vez, una pequeña cápsula -temporal-, cubierta por otoñales hojas de amarillas y naranjas, una casita forrada de papeles de pared color verde, una cabaña del bosque y dos pequeñas princesitas de miradas tiernas y frágiles. Una cápsula donde el único reino posible es la infancia que aquí recupera tras su acercamiento en Tomboy (2011) -más centrado en cubrir el periodo de autodescubrimiento personal e identitario que atraviesa toda su filmografía desde Water Lilies (2007)- para hacer magia. Sin necesidad de acudir a grandes artificios o volteretas cinematográficas, la cineasta se sirve del plano-contraplano -ya no para establecer una nueva relación transversal entre musa y artista como en Retrato de una mujer en llamas (2019)-, sino para presentar ese mundo paralelo y anodino donde todo es posible. Incluso, el encuentro entre una mamá y su hija compartiendo el mismo momento vital. En paralelo y de manera recíproca.

Por todo ello, la película comienza y finaliza haciendo referencia al tiempo. Durante todo el metraje hay una continua alusión a la forma de percibirlo. Antes de recibir la primera imagen, se percibe el tic, tac de un reloj de pared. A continuación, se contrapone el rostro agrietado de una anciana al pulcro y suave de Nelly (la protagonista) quien, seguida mediante un plano secuencia, se despide de varias mujeres mayores hasta llegar a la habitación que fue de su abuela. Y de espaldas, su madre mirando a través de la ventana.  Así, se ponen de manifiesto tres formas diferentes captar el tiempo: el sonido del reloj, la comparación entre la vejez e infancia y el adiós como forma de medir cuando termina un encuentro. Y es precisamente del adiós del que parte Petite Maman, de la inexorable despedida de la madre de Marion y abuela de Nelly. Del inicio del proceso de aceptación de un duelo que pasa, con peaje y sin posible escapatoria, por viajar hacia atrás. Por reconfigurar las agujas del reloj. Y eso se hace mediante la vuelta a la casa cerrada de la abuela donde se instalan Marion y su familia para comenzar a vaciar de recuerdos un espacio que parece mantenerse vivo de ellos. Y es ahí cuando llega el contraplano, cuando Nelly descubre en los límites imaginarios -o imaginados- del bosque una casa que le resulta familiar. Ahí transcurre la gran parte de la película, en las idas y venidas de Nelly saltando de un mundo a otro con total naturalidad y redescubriendo su entorno. Descifrando lo que el espectador es incapaz. 


De ese umbral soñado se sirve Sciamma para afrontar la pérdida de una madre, la de Marion, y las distintas fases del duelo temprano. Pero, como es habitual en la cineasta, aún hay más. Además de trasladar la vivencia del duelo a la infancia en vez de situarse del lado de los adultos -como hizo Carla Simón en Estiu 1993-, de intentar comprender cómo una niña lidia con la despedida irreversible, en todo ese desorden emocional, Céline dispone un hermoso encuentro. Los días que Nelly se queda en casa de su abuela junto a su padre le sirven para entender mejor a una madre que siente lejana -que se marcha porque no se siente capaz-, a la que hace todas las preguntas antes de ir a dormir porque es el único momento en que la tiene cerca. Un viaje hacia la comprensión de la otra que se configura mediante una especial amistad entre dos niñas que construyen cabañas con la materia que les da el bosque y que hacen dulces juntas; que se preguntan todo lo que les hace dudar y se sinceran. Y, sobre todo, se ven. Se miran y se escuchan -como en la anterior Hélöise y Marianne-. Se observan muy de cerca de la misma forma que los primeros planos se aproximan a los rostros de las niñas, las acarician y las dejan ser. Porque son ellas quienes guían y enseñan su universo infantil gracias a la excelente dirección de actrices. Las que habitan un reino fantástico vestido de pátina cotidiana y se reencuentran en la ensoñación. 

Petite Maman es una de esas películas entendidas en diminutivos – desde su título hasta las protagonistas o la duración de la misma- pero que solo lo son en apariencia. Y lo parecen porque no hacen un ruido atronador. Porque, como en este caso, se impone la preferencia de los silencios, de las pausas que generan las incertidumbres, de la búsqueda de la lente de los ojos inquietos y hambrientos de las niñas. De las secuencias largas que mantienen un tempo ilusorio, aparentemente suspendido, que encierra los sueños y los deseos más primarios. De la incisión en los recuerdos a través de las rimas de los espacios -la cocina donde desayunan y cenan, el papel de pared, los libros del colegio, la habitación, la cabaña y la arquitectura del lago- y del texto que aun no diciéndose puede verse -por ejemplo, en la contraposición constante del rojo de Marion y el azul de Nelly-. Toda esa sencillez tan bien engranada es la que hace posible el clímax y la que provoca que cuando se decide incluir la pieza musical –“La Musique du Futur”- la emoción alcanza tales picos de intensidad que ya no queda opción de salir de ese mundo inventado, de la pequeña barquita donde reman esas dos amigas. Madre e hija. Del paisaje otoñal, cobrizo y terroso que nunca se sabrá si realmente existió o solo estuvo en la mente y en el corazón –“si ton coeur est dans mon coeur, mon coeur est dans ton coeur”- de Nelly -¿o fue en el de Marion?-. Para ese entonces es imposible abandonar ese paisaje lejano y mágico donde todo es posible. Incluso la segunda oportunidad para dar el adiós que se dijo sin saber que sería el último y de despedirse. De mirar una vez más hacia atrás -porque Orfeo nunca se ha ido del todo- sin necesidad de condena. 

-"Marion"

-"Nelly".

Y así, se veta el acceso a una cápsula donde el tiempo transcurre de forma tan especial e intuitiva que el fin es tan fin como comienzo. 


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