Minari (2020). El miedo a ser "humo" de la paternidad.
En 2019 Lulu Wang, a través de su protagonista Billie, miraba de manera desconcertada, aunque respetuosa, a la cultura china en The Farewell. Aprovechando la especial relación de la protagonista, residente en Estados Unidos, con su abuela, muy anclada a sus orígenes, la cineasta abordaba el (des)encuentro entre las culturas china y norteamericana. Una relación a distancia, en sentido literal y metafórico, que ponía de relieve de qué manera la cultura china se enfrenta a cuestiones como la muerte de una manera casi inconcebible para las estructuras de pensamiento occidentales. Y lo mejor de todo es que dicha mirada no era foránea, de igual manera que sucede en Minari. Aunque Lee Isaac Chung sea coreano y no chino, en su última película siguen resonando esas diferencias entre dos modos de habitar y comprender el mundo. Diferencias que hacen difícil la convivencia entre dos idiosincrasias, a veces opuestas, y que provocan en quien emigra la tendencia paulatina a asumir lo foráneo como proceso necesario para la adaptación al entorno -algo que podría dialogar incluso con la intromisión de la producción norteamericana en el carácter de la propia película-. En toda la película se presenta una dicotomía entre la resistencia de lo coreano y la urgencia de lo americano. Las botas de cowboy que David utiliza para moverse por la finca -uno de los más ocurrentes símbolos norteamericanos- conviven por momentos con esos cuencos de sopa espesa de receta coreana, así como la insistencia del padre a plantar verduras coreanas en tierra americana. Pero esa confrontación se hace aún más evidente cuando la abuela aterriza en la nueva vivienda familiar y David rechaza su presencia. Pero no porque la rechace a ella, sino porque rechaza la conexión que ello supone con Corea. “Huele a Corea”, llega a decir, y es que verla dormir y comer en el suelo -mientras el resto de la familia come sentada a la mesa- le hace pensar en el modo de existir de un lugar que le es extraño y del que sabe que sus padres huyeron en busca de una mejor vida.
Por lo tanto, la
llegada de la abuela hace tambalear las certezas de David. Pero todas estas
consecuencias de la inmigración no se abordan de manera exhaustiva porque lo
que se ve responde a la mirada de un niño. Minari comienza dentro de un
coche, coincidiendo el punto de vista de la cámara con los ojos de David que
oscilan entre la observación del nuevo paisaje -en travelling- y su madre al
volante. Son, entonces, los ojos curiosos de un niño -que no son otros que los
del director- los que observan las transformaciones que van a comenzar a darse el
seno de su familia. Y aunque también se permita el acceso del punto de vista del resto de la familia, son mayormente esos ojos, ahora de un niño grande que decide
mantenerse fiel a la inocencia del recuerdo, los que hacen que el ejercicio de
mirar hacia atrás para relatar sus orígenes esté envuelto en un aire cálido y optimista. Una brisa que recorre el proceso de recreación de la
historia de la familia del cineasta que es Minari.
El punto de partida del film es
el momento en el que el padre de David decide mudarse a Arkansas para emprender
su propio negocio a mediados de los ochenta. Es decir, la historia comienza con
la esperanzadora promesa del sueño americano que pronto va a comenzar a
desmoronarse. La familia de David es coreano-americana y sus padres se venían
dedicado hasta el momento a sexar pollos. Pero ese trabajo no es suficiente
para el padre de David que ha interiorizado los mandatos de una masculinidad
que le exige ser, ante todo, el sustentador de la familia. El pilar básico.
“Tiene que verme triunfar en algo” le responde a la madre en un momento de
crisis marital. Y esto es fundamental, porque agarrarse a la noción de pater familias
como dogma no puede llevar más que al fracaso. Lee Isaac Chung acierta al
narrar a su padre con todas estas contradicciones y se vale de escenas muy
reveladoras y emotivas para presentar sus debilidades. La escena en la que le
explica a David que los pollos machos se descartan -tras la mirada del niño al
desperdicio (humo) que desprende la chimenea- y que por eso ellos deben
intentar siempre ser útiles, es crucial para entender de qué forma su padre
asumió equivocadamente el rol paterno. Un rol que silenciaba, como en la mayoría
de las ocasiones, a la madre y hacía que sus sueños se relegaran a los del
marido.
Con el transcurso del tiempo, el director comprende que, en cierto modo, el derrumbe de ese sueño, además de por circunstancias contextuales, se debió en parte a la obsesión de un hombre por evitar ser humo. Por eso, la historia de su vida encuentra el punto de fuga, de alguna manera, en su padre y se cierra cuando este empieza a cuestionarse. Llegan las llamas que destruyen todo lo que había sido construido con tanto esfuerzo y contra tantas recomendaciones. De manera trágica, pero poética, es la abuela la que con su inocente acción, da respuesta a todas las preguntas que la madre de David planteaba y el padre se negaba a contestar. Por fuerza mayor, se produce el derrumbe de un sueño y eso le vale como ejercicio de aprendizaje a aquel niño, supuestamente débil, que desde muy pequeño temía por el funcionamiento irregular de su corazón. La destrucción de la forma de vida que habían estado creando supone para David -y el cineasta- asumir la lección. Aún así, la historia no acaba mal. Gracias a su abuela -una especie de diosa Khali que encuentra creación en la destrucción-, todos entienden que dañarse es parte del crecimiento y será ella la que descubrirá al pequeño a reponerse y a entender la vida. Y a abrazar la vulnerabilidad que su padre hubiera querido quitarle a palos. A que a pesar de todo, de la caducidad e infertilidad presentes en la vida de todo ser humano, siempre quedará algo que haga a la vida merecedora de ser vivida. Que por muy perdidos y lejos que estén de su tierra y de su origen, siempre quedará lo que llega a crecer hasta en los lugares más inesperados: el “minari”.
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