The Assistant (2019). Jane, la brecha en el pacto de silencio patriarcal.

 

En octubre de 2017 un movimiento sísmico sin precedentes sacudió los cimientos de Hollywood alcanzado réplicas a escala global que hoy siguen removiendo la corteza terrestre. Y aunque no puede entenderse este hecho de forma aislada, ni olvidar de qué manera las distintas olas feministas habían ido generando actividad en el borde de las placas tectónicas, es en otoño de ese año cuando dichas placas friccionan con una fuerza imparable y se libera, así, la energía reprimida. Cuando el magma que había ido acumulándose en el interior de las mujeres fraccionó la piedra volcánica hasta hacerla estallar. Es el momento en el que las redes sociales se llenan de testimonios de mujeres que habían sido víctimas de abuso dentro de la industria cinematográfica. En el punto de mira se encuentra el productor y magnate Harvey Weinstein pero este no es más que un símbolo de un perfeccionado y siempre permeable sistema patriarcal. La sombra del abuso es tan alargada que tiene poco sentido hablar de nombres concretos y olvidar las estructuras invisibilizadas que hacen del abuso su sistema cotidiano. Y es ahí de donde parte la documentalista Kitty Green en su primer largometraje de ficción. No puede decirse que se trate de una película completamente pionera en el tema ya que el pasado año se estrenó en salas El escándalo (2019) -incluso la serie The Morning Show (2019)- en el que se relataba la caída de Roger Ailes (Fox News) a partir de las denuncias de periodistas de renombre del mismo medio. Y aunque esta propuesta de Jay Roach resultaba interesante en cuanto atendía las redes de sororidad que se iban conformando e impulsaban la denuncia de los abusos, en esencia, el principal problema de la misma residía en su literalidad y en la reducción a casos tan alarmantes que el escándalo de los mismos ensombrecía las inmensas dificultades derivadas del proceso de acusación. Y aunque The Assistant comparta la premisa, esta se desmarca notablemente de las propuestas anteriores.

En la de Kitty Green, una paleta de fríos e imperturbables grises conforma la atmósfera opresiva que se cierne sobre la figura de Jane (Julia Gadner), una joven secretaria de un importante productor al que nunca llega a verse. Y ese es uno de los mayores aciertos, el empleo del fuera de campo, del off, para sugerir más que para mostrar. La sutileza de esta decisión de la directora provoca una mayor sensación de miedo al no dar forma ni fisicidad concreta al monstruo, al que se siempre se refieren con pronombres, sino que se va construyendo a partir de los comentarios del resto, de la voz amenazante a través del teléfono -o mediante mails dictatoriales- y el propio vacío de su silla. Pero también a partir de pequeños detalles que dejan pistas de su carácter abusivo: pendientes en el suelo, manchas en los sofás, reservas sospechosas en hoteles. Todos esos indicios llevan a Jane a elucubrar sobre las verdaderas actividades de su jefe con las jóvenes chicas que entran con asiduidad a su despacho. Y es el miedo que siente por una chica que sabe en peligro que se decide a denunciar. De nuevo, la sororidad como elemento imprescindible para la exhibición lenta pero decisiva de dichos abusos. Y en esa toma de conciencia, Jane recurre a recursos humanos y se tropieza con la verdadera realidad. La secuencia, estructurada mayormente en plano contra plano con el encargado de recoger las quejas y trasladarlas, es magnífica. Jane va perdiendo fuerza a medida que va transcurriendo la escena porque no tiene pruebas, solo indicios. No puede formular sentencias firmes aunque sepa la verdad. Y él se aprovecha. Entonces, la directora lo encuadra en primer plano y retrasa el contra plano de una Jane a la que no deja de temblar el labio y bajar la mirada. Aunque se hubiera quitado la bufanda al entrar, la asfixia sigue ahogándola. Y es al final cuando llega el “no te preocupes, no eres su tipo”, quizás una enunciación innecesaria en una película que encuentra en lo imperceptible e implícito su mayor virtud. Pero ya se han puesto las cartas sobre la mesa, el pacto de silencio que encumbre la masculinidad hegemónica -como indica Octavio Salazar- hace acto de presencia. 

Por eso la película funciona como un reloj cuando acompaña muy de cerca las pequeñas tareas domésticas que tiene que ir realizando Jane en la oficina desde que llega hasta que se va. Desde que entra cuando aún es de noche hasta que sale con el cielo de nuevo oscuro, espeso, como si el tiempo se hubiera detenido y no hubiera lugar para la luz. Porque cuando aparece la luz del día en la oficina es lánguida y opaca. Y en esa atmósfera -que solo se rompe con el color que proviene de los cereales de colores de Jane y su taza casi infantil- la joven secretaria se mueve sin rechistar, agradeciendo con cada limpieza de platos la oportunidad de haber accedido a ese puesto de trabajo. Encender los dispositivos de todos los trabajadores, preparar cafés, pedir comida para sus compañeros, limpiar y ordenar lo que todos ensucian, programar calendarios e imprimirlos para repartirlos, lidiar por teléfono con los caprichos de la mujer de su jefe… Toda ellas tareas que se escapan de su verdadera profesión pero que asume como propias. Y es en ese proceso de desgaste doméstico y tan particular donde se cuela un abuso sistematizado, simbólico e invisible que la coloca en un lugar de inferioridad en el que su voz no cuenta, no aporta. Un proceso que expone la feminización de trabajos más precarios acordados por la lógica neoliberal y, por lo tanto, patriarcal. De hecho, aunque parezca anecdótico, no es baladí que sus compañeros dispongan de dispositivos más avanzados para la realización de sus trabajos y ella se encuentre estancada y amarrada al cable de un teléfono viejo. Porque el abuso se perpetúa con el silencio de su alrededor; con el silencio de los compañeros que la ignoran -para tener su atención le tiran bolas de papel- y que solo la recuerdan para poner en marcha el mansplaining. Silencios  prolongados que subrayan su soledad. Jane está sola, no tiene a dónde agarrarse más que a sí misma, como puede verse en los dos primeros planos cerrados sobre su rostro cuando el jefe la increpa, y en algunos picados que refuerzan la sensación de estar siendo observada y vigilada. 

La corta duración del film (a penas 81 minutos) transcurre entre sigilos, ausencias y la atención a la mirada de la protagonista, contradictoria e insegura, preocupada incluso por la aceptación de quien tanto teme. Entre el seguimiento casi voyerista de su intuición y percepción de aquellos sonidos que se desprenden del despacho del monstruo, así como de la complicidad que percata entre sus compañeros (“No te preocupes, ella se va a aprovechar más de él”). La música a penas aparece con unos acordes al principio y al final, para delimitar el comienzo y fin de la extensa jornada de Jane, porque la película se desarrolla en un solo día. De esta manera, la elección de una sola jornada traslada la sensación de cansancio y hartazgo que va acumulándose sobre los pequeños hombros de Jane, así como también pone de manifiesto de qué manera los excesos, a base de repetición, se van convirtiendo en rutina. 

The Assistant constituye un alegato contundente contra el abuso que prefiere la sutileza y la sugerencia frente a la literalidad. La sombra de Weinstein es tan alargada que su nombre se queda agarrado a las paredes y techos de la oficina, sí, pero sería reduccionista considerarla como una película sobre él. Es una película que denuncia el abuso -simbólico y físico- pero que, además, muestra cómo funcionan esos pequeños mecanismos que han hecho y siguen haciendo tan difícil denunciar aquello que casi no se puede nombrar. O entender. Lo que demuestra la relevancia aún del Me Too y  hace hincapié en la dificultad de destruir el esqueleto de una de las industrias más ricas y poderosas del mundo. La inclusión de voces femeninas -y de miradas feministas transversales- son las que enriquecen el relato y redirigen al foco a donde de verdad importa. Y sólo, siguiendo este camino, con la ayuda de esas miradas hasta ahora silenciadas, se hará posible la inducción de un terremoto sin precedentes cuyo temblor expanda las ondas sísmicas hasta los últimos confines de la tierra. Porque callar ya no es una opción, no solo para las mujeres, sino sobre todo para los hombres. 

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