Heartstone (2016). Traicionar la herencia.

"He decidido tirar piedras contra mi herencia / porque yo soy el enemigo / y escribo mi dolor para aceptarlo", Ángelo Nestore en "Poema contra mí mismo" (Hágase mi voluntad, 2019)

Heartstone comienza en plena acción con una secuencia definitoria para el resto del film. A través de una cámara temblorosa se intenta registrar, no sin dificultad, la actividad de un grupo de adolescentes. Chicos imberbes, sin camiseta, pescan a las orillas del puerto de una pequeña localidad islandesa. Pican el anzuelo enormes peces a los que arrancan la posibilidad de seguir respirando con una fuerza performática en una suerte de ritual que parece tener como fin el desafío. Un ritual para medirse entre ellos. Todo transcurre con aparente naturalidad hasta que pescan un pez escorpión. “Se parece a ti” dice uno a de ellos a Kritsján. A continuación, cruelmente destrozan al pequeño pez escorpión porque les parece inservible. Peligroso por ser desconocido. Diferente. Aunque ya es demasiado tarde, Pór acude para lanzar el cadáver de vuelta al mar. Desde aquí, toda la película va a estar atravesada por la violencia; la que se ejerce contra objetos para divertirse o la que dirigen llena de rabia, la que canalizan mediante la palabra y la que estalla sobre los cuerpos de los demás. La violencia también simbólica que ahoga a unas familias completamente rotas y desestructuradas y que lleva a pensar en la muerte como una única salida. Una dureza que acecha hasta esos instantes donde parece que el latido bajo la piel de esos niños se impone a la fuerza de las piedras. 

El debut de Guðmundur Arnar Guðmundsson con el largometraje Heartstone supone una aportación significativa a la revisión de la masculinidad hegemónica, tarea que parece posible gracias a la renovación que supone el cine de posmodernidad. Un cine que, al permitir dar cabida a relatos alternativos, reflexiona sobre aspectos que habían sido anteriormente ignorados. No quiere decir que no puedan encontrarse títulos a lo largo de la historia del cine donde la reflexión sobre la construcción de la masculinidad sea posible, aunque sea de manera implícita o colateral. De clásicos como Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958) o Una gata sobre el tejado de zinc (Richard Brooks, 1958) pueden extraerse tales lecturas mediante el análisis de los personajes masculinos y la relación que establecen con las mujeres. Pero quizás sean estas lecturas solo posibles desde una cierta educación de la mirada que hemos ido adquiriendo en el presente gracias a los caminos que ha ido proponiendo el feminismo y nombres propios como el de Laura Mulvey. 

Sin olvidar la relevancia en la materia de Brokeback Mountain (Ang Lee, 2005), una de las pioneras, resultan más sugerentes títulos como Moonlight (Barry Jenkins, 2016), que comparte un aspecto esencial con Heartstone, mucho más allá del acercamiento a un cierto retrato de la homosexualidad. Me refiero a la violencia como pilar básico de la externalización -o performance, en términos de Judith Butler- de la masculinidad como esta se ha venido entendiendo. Por ello, el film se entiende mejor en tanto a un ejercicio de deconstrucción de la identidad masculina y la puesta en escena de la aridez -que diría Angelo Nestore- de dos hombres que se quieren. En ambas películas, así como en títulos como Tierra de dios (Francis Lee, 2017), la toma de consciencia del deseo deviene en un auto cuestionamiento de los personajes que deriva, a su vez, en explosiones de furia y violencia. Golpes y porrazos sustituyen a los lamentos y lágrimas que siempre intentan contener. Pero fallan. Y es ahí donde se mueve Heartstone, en la explosión de la furia como una necesidad de canalizar el dolor y una máscara -tal como la dentadura de oro de Chiron en la de Jenkins- tras la que esconder los verdaderos deseos. Terreno que también explora Chloé Zhao en The Rider (2017), donde el protagonista se ve en la tesitura de tener que renunciar a lo que hasta ahora había constituido su identidad -los rodeos- en un contexto peligroso y que rechaza la renuncia. Todas estas son películas que, desde diferentes lenguajes y estilos, ponen en el centro del relato una especial atención a la masculinidad, sus efectos y fisuras.

Heartstone, por lo tanto, es una película que se mueve entre las fisuras y sabe encontrar las grietas mediante las que entra la luz. Grietas que evidencian la insostenibilidad del supuesto terreno sólido y estable por el que se movían esos personajes y que ahora se ha convertido en un barranco por el que es muy fácil despeñarse y caer. Una película donde el inmenso paisaje, a veces abrupto y otras llano, deja de ser mero escenario para seguir dialogando y exteriorizando las emociones de los personajes cuando todo parece silencio. Un paisaje aparentemente sólido que, sin embargo, se enfrenta a las orillas de un mar inmenso cuya voz advierte de la posibilidad de otros horizontes. Otros confines registrados en pequeños instantes de alivio y sanación en los que la cámara se mantiene muy cerca de los rostros y se fija en los detalles, como si quisiera registrar la pulsión que late bajo la piel. Y entonces las piedras se rompen. 

Una película que entiende que la revolución radica en la traición a la herencia masculina. Una revolución a través de los besos, de las caricias y del respeto. Así, el director decide terminar completando el verso que había planteado en la primera secuencia con una rima: la del rostro de Pór observando a otro chico salvar a un pez piraña devolviéndolo al mar, esta vez con vida, porque entiende que vivir no es cuestión de tamaños. Ni de medidas. 


 

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