Pose (2020). Glitter, voguing y mucha política.

 

El visionado de Pose se convierte desde su piloto de casi 80 minutos en una experiencia similar a la de subir a una montaña rusa con el cinturón holgado (y lo dice quien no es capaz de subirse a una ni con un sistema de seguridad hermético). El cambio de registros y las transiciones desde el más clásico melodrama a la comedia no da tregua, todo lo contrario, demanda una atención constante y una actitud en estado de alarma por parte de quien la ve. Un “no vaya a ser que” persistente. Algo parecido, obviamente salvando las inconmensurables distancias, a ser transexual en una sociedad que dicta lo que es normal y lo que no, la que arrastra a los márgenes a quienes no mantienen la boca cerrada y no caben en ninguna rancia clasificación binaria donde lo que no es afirmativo es negativo y por lo tanto se niega.

La serie arranca en el Nueva York alternativo, el New York de alterne, de la década de los años ochenta, en esa parcela donde se congregaban el sector de población más marginado y maltratado de todos, el último escalafón de la pirámide social: las mujeres transexuales racializadas. Aunque el relato también está poblado de otros miembros pertenecientes al colectivo LGTBIQ+, no cabe duda de que son ellas las protagonistas absolutas y quienes llevan el timón a pesar de los baches y las trabas. En un contexto donde la transfobia (y todas esas fobias hacia las posibles mutaciones de las identidades) es dogma nacen los ballrooms como un verdadero espacio cultural creador de comunidad, donde sentirse a salvo y explorar(se). Quizás haya quien tache a la serie de glamourosa, superficial, frívola, llena de purpurina y glitter, y no hay duda de que los ballrooms cuentan con esos componentes, pero hay que ir aún más allá. Esos espacios llenos de pelucas, tacones y maquillaje ejercen como áreas donde se investiga y se juega con las distintas identidades de los sujetos, abarcando todas las posibilidades estéticas, expresivas y performativas, siendo quizás el lugar donde más se ha puesto en duda el género y sus inasequibles demandas taxativas, mucho más que en la universidad y la dictatorial academia. Esto no quiere decir que los ballrooms fueran perfectos e idílicos y por ello al final de la segunda temporada se hace una revisión y autocrítica desde dentro, desde el humor, la parodia y la empatía. Por eso, es fascinante el retrato del voguing y de cómo una práctica identitaria, cultural, que nace del dolor y está atravesada por la necesidad de ser escuchado, es acogida por la cultura mainstream, blanqueada por la cara de Madonna, y pasa a ser aceptada y asumida sin ser conscientes del subtexto y la carga política.
Una serie que construye bellos y caleidoscópicos personajes, cada uno con objetivos y metas diferentes entre sí, con personalidades ricas y caracteres difíciles de amilanar, opuestos en ocasiones, pero que a su vez comparten una experiencia vital marcada por unas situaciones que crean una conexión inquebrantable: el rechazo y abandono por parte de familiares y amigos, la negación ajena de la propia identidad del sujeto (de sus pronombres) y de su sentido común y raciocinio, la violencia física que lleva a la propia muerte y sobre todo la violencia simbólica que es el punto fuerte en este caso, la puesta en duda de sus capacidades en cualquier ámbito de la vida ya sea personal y sobre todo profesional, la prostitución obligada, el estigma, el asco, el ser considerados juguetes o atracciones de feria, la reducción a genitales y cuerpos, horizontes menguados e ilusiones destruidas a base de fuerza. Una ausencia y un miedo que se hacen desafortunadamente democráticos entre ellxs.
Personajes que son absolutamente bordados por TODXS, desde los más protagonistas hasta los secundarios. Pero por supuesto, lo que consiguen Blanca (MJ Rodriguez) y Pray Tell (Billy Porter) no tiene parangón alguno. Es, a partir de este momento, mi dúo favorito de todos los vistos hasta hoy (que me perdonen Norman y Sandy o Betty y Joan). Qué conexión, qué naturalidad, qué química. Cuánto se dicen sin necesidad de hablarse y cuánto se apoyan cuando el tiempo arrecia.
La segunda temporada mejora la primera ya que ahonda en problemáticas que se inician de manera más tímida en la anterior como la afección de la pandemia (sí, existen pandemias anteriores al COVID-19 pero han tenido peor prensa) del VIH y cómo la desinformación, el egoísmo y la actitud terrorista por parte de las instituciones y los gobiernos ha provocado que las personas transexuales (y LGTBIQ+) tengan que convivir de manera directa e intermitente con la muerte. La experiencia de todos los personajes de la serie, de alguna forma u otra, antes o después, está atravesada por la muerte. Cómo iban a tener una vida tranquila y en paz si no contaban con sus derechos primordiales y estaban siendo acechades una y otra vez por la propia muerte, por el subliminal mensaje de un karma, o juez religioso, que cobra por pecado cometido, el de vivir una vida libre y propia. Por ello, el capítulo dedicado a Candy es prácticamente historia de la televisión estadounidense (como todo el resto de ellos).
Otro aspecto que se desarrolla todavía aún más es la maternidad, con todos los conflictos derivados de la misma, en mujeres transexuales. Si ser madre es difícil, para una mujer negra y transexual es casi imposible. Pero elles revisan el concepto de maternidad, de familia, transformándolo en un uno mucho más cercano al de comunidad donde la aceptación, la solidaridad, el compromiso y el amor son los pilares que construyen y educan a las personas desde que son recogidas directamente de la calle hasta que maduran y se convierten en adultes. Es una serie llena de sororidad y de espíritu de equipo, de compartir, empatizar y subirse en los tacones de ellas para sentir el dolor ajeno.
También hay momentos dulces, alegres, divertidos, algunos números musicales y capítulos que sanan heridas como el penúltimo de la segunda temporada, ese en el que las chicas se van juntas a la playa y ven el mar por primera vez (con historia de amor incluida). Y cómo se disfrutan.
Sobra decir que esta serie no tendría sentido si el equipo, visible e invisible (visibilizado-invisibilizado), no fuera en un alto porcentaje trans. Sin su participación directa y personal el resultado sería completamente distinto porque sólo elles conocen ese espacio privado e íntimo que construye el público. Y como le he escuchado decir a Elsa Ruiz en varias ocasiones la existencia de la realidad trans NO ES CUESTIONABLE NI DEBATIBLE.
En términos generales, es una reunión de múltiples historias que contribuyen a la creación de una memoria colectiva de la historia de las persona transexuales, siguiendo la estela de Paris Is Burning (1990), con un cariz optimista, que no despreocupado, muy consciente de lo que está contando y de por qué lo quiere contar. Por qué necesita esa historia ser contada. Decía Angel al final de la segunda temporada una frase con la me quedo de entre tantos diálogos exquisitos: “El mundo no cambia. Lo cambia la gente”.

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