pequeñas mujeres rojas (2020). La voz de los muertos contra el olvido.

“Un violento ruido blanco anestesia y a la vez deposita un sedimento de furia: en un instante, alguien puede reventar un cráneo humano sin entender los motivos, pero cargado de todas las razones”.

pequeñas mujeres rojas, a pesar de ser nombrado en diminutivo en una suerte de juego retórico subversivo que Marta Sanz inicia desde el título, es un libro mayúsculo. Superlativo. Hacía tiempo que un libro no me sorprendía tanto y me demandaba una respuesta tan visceral, y eso que he tenido que leerlo en viajes de metro y descansos. Aún así, he seguido al pie de la letra, de la palabra, nunca mejor dicho, las instrucciones de ese coro de niños perdidos y mujeres muertas: “lea despacio”, muy despacio, desentrañando la urdimbre que conforma esta novela tan profundamente política, poética y viceversa. Comparto la noción de literatura, y de cultura en general, que practica y realiza esta creadora.
En esta novela negra, a veces epistolar, detectivesca, con alusiones a la ciencia ficción y a clásicos de la literatura como Peter Pan y Alicia En El País De Las Maravillas y, sobre todo, a mi entender, al terror, Marta Sanz vuelve a escribir sobre una de las obsesiones que están presentes en todo lo que he podido disfrutar de ella, el dolor (Clavícula), la pérdida (Farándula) y la violencia (Monstruas y Centauras). Aquí se centra en el abordaje de uno de los temas más escabrosos de nuestro país, en pleno auge de la ultraderecha (“los vástagos de nuestros embalsamadores”) la cual ocupa ahora un lugar privilegiado en el parlamento, y que ha generado una brecha casi insalvable: la importancia de la recuperación y financiación en materia de memoria histórica como cura y recuperación de ese dolor que arrastran como una lepra todas aquellas que personas que aún a día de hoy caminan sobre un suelo infecto, sin ser conscientes, bajo el que se encuentran enterrados, hacinados, sus familiares cruelmente a-s-e-s-i-n-a-d-o-s-. Para ello, se sirve de la investigación de un pueblo ficticio, Azafrán, que terminará mutando en Azufrón por la pérdida de humanidad de sus gentes, que bien podría tratarse de cualquier pueblo español donde se cometieron tales atrocidades en nuestro pasado reciente. Ese, que como bien señala ella misma, no es exótico, sino que se proyecta al presente, lo infecta y dictamina en cierto modo. Pequeñas mujeres rojas es un acto de justicia, nunca de venganza, de cortar la mala hierba y la parte podrida de los tubérculos que impiden que salga bien la tortilla, la española, o en este caso impide que un país destruya cualquier atisbo o relación con ese pretérito del que debemos avergonzarnos profundamente. Una democracia con muertos y asesinados sin encontrar, o peor aún, sin ser buscados, es como poco insuficiente, precaria, corrupta y sustituible. Sería una falta de humanidad sin precedentes seguir sin sacudir las alfombras y las sábanas que cubren los muebles viejos. No hay lugar para el olvido, aunque España padezca de una pérdida memoria selectiva o un alzhéimer porcentual. España está muy cansada de ser negra.
Pero quizás, el recurso que mejor ha manejado y hace de esta novela una rara avis, es el punto de vista mutante y múltiple, que va desde Paula Quiñones, a su amiga y a ese coro de voces muertas. El libro resuena, es polifónico. Sus cacofonías son realmente inteligentes, hilarantes, corrosivas e irónicas y te sitúan en la más extrema incomodidad obligándote a escuchar lo que nadie quiere escuchar. Marta Sanz le presta su voz, como siempre, a los más desfavorecidos, les concede el eco y la resonancia que necesitan para que la tierra retumbe en nuestros pies y hagamos como la Julia de la historia, peguemos la oreja muy cerca e intentemos desenterrar lo que está hundido. Espero que con mejor resultado. Ese orfeón de muertas se abre paso hacia tu interior con sarcasmo y te acompaña tiempo después de haber terminado la novela porque todavía siguen sin toparse con la mano fraterna que las aúpe del infierno.
Y, por último, me reconcilia con la representación de la violencia machista, la violencia de género. La violencia ejercida, simbólica y físicamente hacia-contra las mujeres, algo que me preocupa ya que observo como a lo largo de toda la historia del arte y de la imagen se ha generado una romantización de dicha violencia y del cuerpo abierto, rasgado, dentellado y apuñalado de las mujeres. Sanz opta por una máxima que repite en el libro “con la descripción del artefacto es suficiente”, es decir, focalizar y atender el dolor y el daño que provoca el proceso de tortura desde lo técnico y más desagradable. La autora “transcribe”, echa sal a la herida y nunca se recrea dando lugar a unas páginas que se hacen muy pero que muy difíciles de soportar. Tendría que ser una máxima para los creadores no perder de vista nunca la posibilidad crítica y denunciatoria de la representación de la violencia. Basta ya de apologías disfrazadas.
Una demostración de que los relatos, sean del tipo que sean, desarrollados desde una postura firme, clara, nada equidistante, informada y firme, pueden ser profundamente políticos.
El perfecto antídoto contra el coma inducido, contra la suspensión de la memoria.
Contra el olvido.
“Lo que sí es grave y demoníaco es que nos mataran y nos robaran, que nos difamaran, que no nos diesen sepultura, que nos torturasen, que condenasen a nuestros hombres y nuestras mujeres del futuro a exiliarse a Pernambuco, a ser de arena, pobres forzosos, cabezas piojosas, a vivir con bridas y mordazas, con tanto miedo durante cuarenta años de cuartelillos de la Guardia Civil y comisarias donde a los detenidos se les sacaba las piel a tiras y a las mujeres embarazadas se les golpeaba el vientre. Un, dos. Izquierda, derecha. Con tanta penuria y bombillas que casi no daban luz. Tan desabrigados. Eso si que es pecadito mortal”.

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