
“No hay nada más peligroso que una mujer que baila” sentencia su ilustre señoría tras acusar a un grupo de jóvenes de brujas ya que estas podrían revertir las leyes que rigen el universo, darles la vuelta. Acto seguido un vaso de vino se vuelca en la mesa y va extendiéndose una mancha roja, lenta pero decididamente por todo el mantel blanco, puro, limpio, de la misma forma que el maleficio que emana del cuerpo de las hechiceras corrompe a los hombres hasta volverlos animales salvajes. El deseo que imploran ante la mirada de los inocentes de ojos cristalinos que se dilatan hasta perder el control de la visión y los actos impuros. Pero todas aquellas tachadas de brujas y condenadas a una muerte ritual, atroz y mágica, no eran más que mujeres que se negaban a aceptar una legislación androcéntrica y misógina que coartaba las libertades más básicas y las encorsetaba de por vida. Esa era la verdadera maldición, el bosque de espinas dentro del que se la destinaba a vivir tejiendo silencio y ocultando las voluntades en las trenzas de esparto. Bruja y feminista comparten la misma etimología.


Las brujas (1798), Goya
De Akelarre no sólo queman las llamas y las hogueras en torno a la que bailan y se retuercen las brujas de melenas negras y tupidas, no sólo arden las pieles magulladas y echas trizas y los cuerpos contorneados a la luz de la lumbre, ni se calcina el ánimo o la determinación de poner fin a una guerra librada en su contra desde el nacimiento. Lo que abrasa hasta carbonizarse aquí son las cadenas, la ironía y las actitudes corrosivas de las jóvenes a partir de la ignorancia y la demencia de las autoridades eclesiásticas masculinas, conseguido en el montaje paralelo de las escenas de la vida real de las chicas, donde se divierten en la naturaleza jugando y soñando, y el relato inventado por ellas mimas para evitar una sentencia ya dictada a priori, en la secuencia de la confesión de la hechicera maligna. Un mecanismo de defensa lleno de sororidad. El contexto empleado para construir la película, País Vasco en el año 1609, no puede ser más acertado. La conjugación entre la tradición rural vasca, los paisajes entre el origen mítico y el cuento de terror y el euskera como cántico tenebroso, satánico y “rústico”, culpado de emplearse para celebrar el Sabbat e invocar al diablo, se funde a la perfección con una fotografía deudora, qué duda cabe, de las pinturas negras y la series de Caprichos y Disparates de Goya, pero también de la pintura barroca europea más tenebrista, como la de George de la Tour y ese foco luz central, ardiente, que escupe una simple vela, e ilumina la profunda y espesa oscuridad. El resultado es una fábula terrible, roja y negra, densa y chirriante que se cierra en un acto mágico. Tan mágico que vuelan.
Aparición del ángel a San José, (1645), Georges de la Tour.
El embrujo de esas jóvenes, antorchas de luz sobre el acantilado y frente al vasto mar negro, queda después de terminar la película y la mirada incisiva, a los ojos, nos condena a no dejar de bailar nunca, y sobre todo a ellas, a cantar, aún mejor en euskera, para invocar y dejarse atravesar por el humo demoníaco de la libertad.
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