La voz humana (2020). Fin de un idilio.

 

La relación de Pedro Almodóvar con el cortometraje no se reduce a su última creación, sino que a lo largo de su prolífica carrera ya había explorado dicho terreno, aunque no de manera tan profunda y exclusiva como en este caso, dando lugar a piezas únicas algunas de ellas adheridas a ciertos títulos muy sonados de su filmografía. Su andadura en el arte del siglo XX comenzaba, de hecho, con Salomé (1978) adaptación de la novela de Oscar Wilde en apenas diez minutos. Pero los más célebres, y dejando a un lado los pequeños y agudos spots publicitarios que inserta también en sus filmes (“Ecce homo”), sin duda son "El amante menguante" (Hable con ella, 2002) en el que alude al cine mudo y en blanco y negro, y "La Concejala antropófaga" (Los abrazos rotos, 2009), mediante el cual recuperaba el espíritu más gamberro e histriónico de sus inicios. Todos ellos dialogaban con la trama central de la película o incluso servían de extensión de la misma, así como sucede con las numerosas citas que siempre habitan su microcosmos. Esta vez, el corto no alude o complementa; es la obra misma.

The Human Voice, primeros pasos en la escritura y dirección en un idioma extranjero que según él atempera el texto, resulta el fin del romance con el texto de Jean Cocteau del mismo nombre con el que viene coqueteando desde La Ley del Deseo (1987), Mujeres… (1988), e incluso en cierta manera en La flor de mi secreto (1995), ya que Leo comprende la desesperación ante la llegada de la llamada de Paco, siempre insuficiente. De manera más decidida, por fin se ha decantado por abordarlo de manera frontal, aunque haya terminado respetando solamente la esencia del mismo para crear un texto completamente nuevo; suyo y original. En él, uno de los principales atrevimientos es la amputación del extenso cable del teléfono, elemento primordial de la obra original, que ataba y enredaba a la mujer doliente y desesperada y lo sustituye por unos AirPods. Y no es casualidad. La protagonista, esta vez, es una mujer mucho más autónoma, más decidida, no exenta de contradicciones y del agotador sufrimiento provocado por la ruptura y abandono del ser amado, pero que hace suyo el espacio, ese que recorre y desanda, en el cual no tiene ningún sentido la existencia de cable (soga) alguno. El suicidio ya no es una opción, más bien es una performance, elemento que atraviesa especialmente su cine. Y es uno de los mayores aciertos de la adaptación ya que consigue traducir la contemporaneidad a un personaje concebido hace 90 años, siendo fiel a sí mismo sin traicionar al pionero. La amante, una mayestática e hipnótica Tilda Swinton vestida elegantemente de grandes firmas como Balenciaga -lo que también desarrolla mucho más el personaje que en las adaptaciones anteriores al presentarnos a una mujer poderosa (profesional y económicamente) y activa-, cobrará fuerzas para levantarse de la cama y enmascararse, a diferencia de la de Rossellini, constituyendo tal acción toda una declaración de intenciones. Tras la recaída, comienza a recomponerse a través de la destrucción de las huellas de él (el traje encima de la cama como rastro aún caliente), y reproduciendo el acto vandálico y regenerador de Jane Eyre. “Tengo que aprender a colgarte” llega a decir al final, hachazo que hace que el cineasta salde la deuda que viene teniendo desde hace mucho con sus personajes femeninos.
En la esfera estética, los objetos de la cuidada al milímetro puesta en escena, como viene siendo frecuente en su obra, dejan de ser objetos inanimados, sin vida, para también hablar y dar una especie de réplica, al monólogo de la protagonista, que esta vez Almodóvar interrumpe y despedaza para reconvertirlo en texto cinematográfico (empleo de la voz en off). Además de la continua presencia del rojo (sello autoral) y de obras tanto literarias como cinematográficas (entre las que casualmente aparece Lo que el viento se llevó en el año en el cual ha sido combatida), y de la constatación de su interés en materia de moda y estética, destacan las obras de arte.


Por un lado, La Venus y Cupido (1626), diosa del amor dormida y pintada por Artemisia Gentileschi (en lugar de cualquier aproximación pictórica masculina) en un relato donde asistimos a los últimos estertores de la relación; y Héctor y Andrómaca (1917), de De Chirico, en el que el pintor revisaba desde su actualidad formal e histórica (algo parecido a lo que está pasando aquí), el momento en que Andrómaca se despedía de su esposo para siempre. Y, por si fuera poco, el propio espacio se convierte en elemento de metaficción, al contraponer y jugar a mostrar el plató de rodaje tal y cómo es, a través de planos casi cenitales, y el construido, el que se suponía iba a ser filmado. La sensación de espacio real se rompe y se diluye mostrando el carácter de artificio de toda obra. La protagonista entrará y saldrá del mismo, se asomará desde una terraza (muy parecida a la de Pepa) desde la que ya no verá el skyline madrileño, sino los negros de la nave y los verdes de los cromas. El cine miente descaradamente sin dejar de enseñar la verdad.



En definitiva, The Human Voice resulta una joya dentro del cofre que aglutina todas las historias que ya nos ha regalado Almodóvar, no solo por su calidad, sino por su excepcionalidad y su contribución a intentar rescatar las salas del penoso abandono a la que se han visto sometidas a raíz de la epidemia. Una síntesis, en el mejor sentido de la palabra, de todo el universo almodovariano en 30 minutos donde la mesura introspectiva de la madurez y la aventura atrevida de lo experimental se combinan a la perfección dando como resultado un pequeña, y enorme a la vez, película perfecta.

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