Verano del 85 (Été 85, 2020). Un sueño estival.
En Verano del 85,
François Ozon se sirve de la novela Baila sobre mi tumba (Aidan
Chambers) para tomar impulso en la construcción de una historia original donde
ciertos elementos del género policíaco y romántico se dan la mano y se ponen a
servicio de una voz concreta que necesita ser escuchada: la de Alexis. Rodeado
por un clima optimista y colorido, materializado en la mirada nostálgica de la
Normandía de los 80 de la cuidada puesta en escena y banda sonora, donde la
obviada fugacidad del verano y la juventud hacen que todo resulte posible, el
protagonista vivirá intensamente un episodio mediante el cual iniciará un
proceso de madurez que implica un imposible retorno. De vital importancia resulta
dicha voz porque será la encargada de contar, llegando a romper la cuarta
pared, su pequeño relato en el que la atracción por la muerte, el despertar
sexual y el deseo a escapar de lo común serán los lugares habitados junto a los
veleros, la playa y los chicos desconocidos.
Un relato, en el sentido
más literal, que nunca llega a ser demostrado y se (con)funde directamente con
la realidad, a lo que contribuye la estructura del film basada en los
flashbacks los cuales se encargan de colorear el presente ahora grisáceo del
protagonista. Y es ahí donde reside el verdadero interés de la película, en el
juego de metaficción por el cual el proceso de escritura se erige como evasión,
a la que tan propensa somos en la adolescencia, y que dota a las palabras y
signos escritos de vida para llenar los huecos de la existencia. En este caso,
la masilla aplicada será otro chico, un amor, que les desvelará una faceta
distinta de sí mismo y sobre el que verterá todos sus sueños e ilusiones (de la
misma manera en que Calvin creaba a Ruby a su medida en Ruby Sparks, 2012),
David, del cual hasta el nombre alude a la idealización renacentista. Tan sutil
es el tratamiento de la intimidad sexual y de la mirada voyerista hacia los
enamorados, así como del alboroto resultante entre lo narrado y vivido, que
resulta desilusionante que, una vez más, el diálogo venga a subrayar la idea
esencial del filme, lo que, por otra parte, no impide disfrutar de la
complicidad de los amantes y del cumplimiento del pacto que se hicieron siempre
temerosos de lo efímero de la vida.
Es de valorar el amplio
registro de Ozon, quien demuestra saber manejarse en diferentes escenarios (no
olvidemos que esta sucede a la mucho más sombría Gracias a dios), y
aunque a momentos se torne algo excesiva en los arranques emotivos y teatrales
de Alex, cercanos a la alta intensidad de los personajes de Xavier Dolan, y el
dibujo de la madre resulte casi caricaturesco (tal y como ocurre con las
historias del “enfant terrible” canadiense), en suma, es capaz de trasladar la
sensación de estar viviendo en el filo, jugando con la velocidad peligrosamente
que provoca la huida, una vez que el sueño se interrumpe por la alarma de la
madurez. Del temido aburrimiento que despoja a todo de la pátina que un día lo
hizo atractivo y pone fin a lo que llegó a parecer eterno. Pero es ahí,
precisamente, donde empieza la vida.
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