El muerto y ser feliz (2012). Estética de la resistencia.
Entre las múltiples funciones atribuidas al título de una película, según J. L. Sánchez Noriega, su carácter de primera aproximación al tratamiento de esta podría ser definitorio. Así sucede en el caso de El muerto y ser feliz (2012) de Javier Rebollo que, desde su rótulo, advierte la condición paradójica y rupturista de su propuesta. Porque si algo puede reconocérsele al director es su voluntad de riesgo y pretendido distanciamiento -a través de la atención a lo formal- de la manera convencional de hacer cine. Y en esta cinta no sólo por su tempo pausado y sus orgánicos movimientos de cámara, más dinámicos que en Una mujer sin piano (2009) – evidente en el movimiento hitchcockiano del inicio por el que un plano general termina deviniendo en primer plano-. Tal atención a lo formal se aprecia claramente desde muy pronto en el recurso de la voz en off como elemento central que compite con la imagen -siempre privilegiada en la jerarquía de análisis- erigiéndose narradora omnipresente a través de la lectura directa del guion (por parte de la guionista y el director) viniendo a desvelar así el carácter artificial de la película. Una voz que adelanta acontecimientos -solución empleada por cineastas como Jean-Luc Godard en Banda Aparte (1964)-, y conocedora del sentir de los personajes. Pero también una voz que se torna tramposa, no sólo por sacrificar la fluidez del relato, sino por divergir (a veces) de la imagen que queda plasmada. Una trampa posiblemente planteada en otros elementos sonoros tales como la canción de Nacho Vegas (Noches árticas) -usada tanto al principio como al final de la película- que dota a todo el metraje de una cierta brisa misteriosa. No queda claro si lo que se ha visto es cruda realidad o solo se trata de un extraño sueño evasivo en el que el protagonista, Santos, nunca ha abandonado el hospital en el que se encuentra para frenar la maquinaria de su cuerpo como “creador de tumores”. De esta forma, la repetición del tema musical contribuye a la creación del mito propio del western -rasgo que afianza la fotografía granulada- por el que la cinta parece estar preocupada. Y es ahí donde recuerda Santos al Don Quijote y Erika, su fiel escudera, a Sancho (así como Camborio podría ser Rocinante).
En cierto sentido, la película
posee cierta proximidad a la Nouvelle Vague (sin serlo) en tanto que surge a
partir de un contexto histórico-social concreto (la crisis económica del 2008)
acompañado de un conjunto de cineastas agrupados en torno a una misma idea: la
fractura o evolución del lenguaje cinematográfico entendido para ellos como
estancado (al menos en el cine español) dando lugar a un fenómeno denominado
por la crítica como “nuevo cine español” donde se mueven otros nombres como
Jaime Rosales (con resultados más accesibles). Lo que sí queda claro y rotundo
es que Javier Rebollo con El muerto y ser feliz, de la misma forma que
sus protagonistas, rechaza tomar la autopista (y no volver a ella) para
circular por carreteras secundarias donde los géneros y las soluciones formales
adquieren sentido en cuanto son subvertidos.


Comentarios
Publicar un comentario