Saint Maud (2019). Cuestión de fe.


Entre el oscurantismo tétrico de la pintura barroca del XVII-XVIII, trasladada al claroscuro predominante de gran parte del film, así como la fuerte inspiración de la iconografía religiosa, y la propuesta simbolista y mucho más espiritual de William Blake -que funciona tanto como recurso textual, argumental y discursivo- en la misma, el debut de la británica Rose Glass con Saint Maud es, ante todo, una puesta a prueba de fe. No sólo de la supuesta santa, la mártir, que se ve obligada a lidiar con constantes crisis, dudas y enfrentamientos con un Dios tirano que hace tambalear su mundo hasta ponerlo del revés, sino también la del espectador, al que le toca intentar discernir si se queda con la versión de Katie o no. Si prefiere la versión canónica o finalmente decide decantarse por la apócrifa, siendo quizás esta última la más cercana a los planos aberrantes y (contra)picados mediante los cuales se completa la experiencia inmersiva a la que somete la venerable y supuestamente noble enfermera.




Tras varios descensos al averno, materializados en los paseos nocturnos por la ciudad donde el pecado y la tentación encuentran su perfecto enclave y los descansos de los minuciosos métodos de autoflagelamiento (clavos, piedras, heridas reabiertas, aislamiento) a los que somete su propio cuerpo, la protagonista parece entender que el uso de su propia carne como primera línea de guerra santa es la inevitable condena para llegar al espasmódico éxtasis. A la salvación eterna. Y entonces sí, una vez superadas todas las pruebas y habiendo cumplido su propósito como cuidadora de un alma ajena y descuidada -a la que deja como las dolorosas de la imaginería barroca-, la blanquitud del titulo inicial termina volviéndose tan roja como la sopa de tomate vaticinó. O no, porque sólo es capaz de ver la luz cegadora y blanquísima quien porta las alas para la asunción.
Toda una novedosa propuesta que entiende su razón de ser en un panorama en el que las mujeres -y cierta perspectiva feminista- están tomando el tan necesitado relevo que el género del terror, así como tantos otros, necesitaba, para dotar de múltiples y más sutiles capas al alma humana, que aún teniendo género femenino siempre ha sido nombrada en masculino. Y en ese sentido, entre tanta espiritualidad y fiebre religiosa, Saint Maud está atravesada por la cuestión del cuerpo femenino, el deseo y los cuidados -algo que ya estaba presente en Relic (2020)- como una condena eterna impuesta no sólo desde una institución sacrosanta, sino también de las profanas, a las mujeres, siempre obligadas a una estúpida canonización.
Por eso creo fielmente en figuras como las de Rose Glass porque con sus líneas diagonales y vueltas de cámara escriben un nuevo testamento donde las voces silenciadas toman la pluma para escribir en rojo. Ahí está mi fe y es donde comulgo.

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