Una película muy poco convencional que da una sacudida al género del terror hasta ponerlo del revés, mucho más atrevida que propuestas como las de Ari Aster, con un formato cerrado y una gama de colores que viaja entre los tonos pastel y el gris aséptico, sin brillo, con la luz del amanecer y el crepúsculo. A excepción de dos escenas puntuales donde están presentes los elementos propios del género en cuestión, aunque muy depurados y empleados de manera sofisticada, la tensión y el miedo no vienen dados por rostros desfigurados que surgen de espacios telúricos o elementos sobrenaturales inexplicables que infunden pavor, sino que el existencialismo, el temor a la muerte, la caducidad de la carne y el inconmensurable paso del tiempo son los verdaderos causantes provocadores del verdadero pánico. Un vacío existencial que se pregunta, sin dar repuesta, por el verdadero sentido de la vida.

Planos-secuencia y planos fijos muy largos (de hasta cinco minutos), escasos movimientos de cámara o muy medidos, panorámicas ralentizadas, escenas de una intimidad incómoda, una banda sonora escasa pero excelente, la ausencia de palabras, de diálogos, casi de ruido, refuerzan dicho vacío abismal que sigue a la pérdida y el olvido. A pesar de que los primeros minutos del film abordan el duelo y la negación de la ausencia perpetua de un ser querido, más pronto que tarde la cámara le dará la mano al muerto, al fantasma con sábana blanca, que deambula y oscila por la eternidad, por un ciclo espacio-temporal propio y caótico, donde las casas retienen y poseen recuerdos, hasta que consigue la salvación. La desorientación del fantasma y el proceso de desaprendizaje de la realidad, la ida sin vuelta y la desaparición absoluta. El no retorno.
Una historia de fantasmas, de escombros y ruinas, de huecos y brechas en la memoria, de sustituciones y del blanco inhóspito y hueco, deshabitado y estéril de la sábana que un día nos terminará cubriendo a todos para los restos.
Comentarios
Publicar un comentario