
Decía Rosa de Luxemburgo que las cadenas sólo las nota quien intenta moverse. Pero la toma de conciencia de los grilletes imperceptibles que acotan el movimiento y desarrollo personal de un ser humano, según factores determinantes como el género, la raza o la clase, no resulta ni fácil ni factible en muchos casos. O al menos no lo parece. Hasta el preciso instante en que se advierten las estructuras invisibles -invisibilizadas- que operan en las sombras para mantener intactas las jerarquías y mecanismos que generan la división sexual del trabajo (Kate Millet), dichas diferencias se asumen como verdades inapelables. Incuestionables. Incluso después, ya que el proceso de deconstrucción que se pone en marcha requiere la puesta en duda constante de lo que siempre se había tomado por certidumbre. Y ello se debe en parte -como viene señalando el feminismo desde la segunda ola aproximadamente y teniendo en cuenta el impacto mundial de las revueltas estudiantiles del mayo del 68- a que ahora no es el Estado el encargado de difundir las leyes que dictaminan la diferenciación sexual, sino que esta tarea recae sobre los mass media y la “creación artística”. Dicha creación artística -a excepción de aquella que participa de la resistencia- en toda su extensión -destacando la publicidad y el cine por su directa difusión- como señaló Guy Debord en La Sociedad del Espectáculo, será la encargada de ofrecer una imagen distorsionada de la realidad con la que los seres humanos se relacionarán como si de ella misma se tratara. Y es ahí, en la relación con el espectro ficcionado como realidad, donde aparece la pornografía, elemento central de Adult Material.
La serie, escrita por Lucy Kirkwood y dirigida por Dawn Shadforth, relata esa toma de conciencia, a base de fuerza, de Jollene Dollar, una famosa actriz del porno que, llegada a una cierta madurez (30 años) y por su condición de madre, se ve obligada, con la ayuda de agentes externos, a replantearse su profesión. Al fin y al cabo, su vida. Sin ser nada panfletaria, la serie se apoya en las contradicciones de una mujer que se piensa libre y dueña de su trabajo hasta que aparece de pronto una joven que va a ser víctima de abusos dentro de su sector laboral. Es a partir de ahí cuando Jollene activa de manera inconsciente sus recuerdos y empieza a plantearse cuestiones como el consentimiento sexual y el verdadero papel que ocupa dentro de una de las industrias que hoy genera millones de euros y que da sentido al nuevo capitalismo: el neoliberalismo sexual. Un gigantesco sistema de organización capitalista -a todos los niveles- que se sustenta a base de pactos siendo uno de lo más importantes el de la prostitución (Rosa Cobo Bedía) con el que la pornografía guarda una estrecha relación de similitudes. En él traficar con el cuerpo femenino (¡qué casualidad!) a través de diferentes “prácticas” como la prostitución, la gestación subrogada o la pornografía, aparecerá como una opción legítima, como una elección -el mito de libre elección que diría Ana de Miguel- que generará unos beneficios que los hombres no pueden obtener por sí mismos. En realidad, un debate disputado entre el feminismo liberal y radical desde la década de los 70 que hoy no ha sido superado.
Son muchos temas interesantes los que se abordan de manera exquisita en los cuatro breves capítulos que conforman la miniserie entre los que destacan: el despotismo y paternalismo con los que la academia teoriza sobre problemas reales que afectan a personas concretas sin contar con ellas en los debates o diálogos originados desde ese lugar tan privilegiado que es la universidad; la traducción de las conductas violentas del porno en la vida real de los adolescentes (y no tan adolescentes) a falta de una educación sexual pertinente; la doble moral con que se juzga la profesión de Hayley (Jollene) y la de otros padres dedicados a trabajos tan cuestionables como la construcción de balística; la fina línea que divide la prostitución y la pornografía así como la consideración de otros trabajos también como prostituidores, en concreto los más feminizados. Todos ellos tratados desde la contradicción y respetando los diferentes matices que derivan de los mismos. No hay en la serie una intención de alcanzar verdades absolutas ni discursos cerrados. Los corrosivos y deslenguados diálogos entre Jolene y la abogada que la defiende son prueba de la colisión producida entre quienes juzgan desde fuera y quienes viven dentro.
Repleta de referencias cinematográficas irónicamente escogidas- Vestida para matar (1980), Psicosis (1960)- e incluso presentando cierta cercanía a trabajos de directores como Kean Loach, Adult Material, enriquecida al máximo con el magnético trabajo de Hayley Squires, acompañará el infatigable periplo de una cansada Jollene en la denuncia a una industria contra las que tiene todas las de perder. Y, de hecho, así sucede. No obstante, entre la resignación y la perseverancia, entre lo postizo y artificial de un personaje creado para la cámara y la mujer escondida debajo que sólo quiere ser una buena madre, Hayley parece aprender al final que su verdadero yo se encuentra en la mujer de las uñas desnudas y el pelo moreno mientras que, su alterego (su otra) se sube en unos tacones de infarto y se cubre de toneladas de maquillaje excesivo. Y aunque no abandone del todo esa ficción que ha tenido que construirse a su alrededor para no flaquear -fuerza la sonrisa para enfrentarse a la grabación final- aterriza y se vuelve consciente -así lo demuestra en la última conversación con su hija adolescente- de que todas sus certezas se tambalean. De que no hay vuelta atrás. No puede borrarse el pasado pero puede aprenderse de él para caminar hacia el futuro y generar otras cartografías para quienes vienen detrás.
En definitiva, un Booghie Nights con perspectiva feminista que muestra de manera más evidente el lado más oscuro de la industria del porno, que difumina los límites con respecto a la prostitución y se ahorra el juicio sobre el personaje central. Una serie producto de la efervescencia de una cuarta ola imparable que se niega en rotundo a dar pasos atrás en derechos. Una limpieza a las lentes de las empañadas gafas moradas.
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