Ane (2020). La grieta vasca.

 

Parece ser un buen momento para echar la vista atrás, revisar el pasado reciente y así comprender las derivas del presente. Algo así está sucediendo con respecto a la historia del País Vasco -al final la de España- la cual este año está siendo recogida en importantes producciones como Patria (basada en la novela de Aramburu) de la que todo el mundo ha oído hablar. Quizás todo el despliegue mediático y su repentina controversia tengan mucho que ver. Pero tras todo el ruido que está generando la ruptura de la amistad entre Bittori y Miren, sin entrar a discutirlo, se encuentran otras producciones más pequeñas, pero de un intenso calado. Y es ahí donde aparece Ane, ópera prima de David Pérez Sañudo, que de manera mucho más templada propone una relación materno-filial en cuyo desencuentro viene a abordarse la escisión de una familia mucho más grande, la vasca, y para ello se traslada al año 2007, contexto marcado por las obras destinadas al tren de alta velocidad que se proponía generar comunicación con el resto del país.
Precisamente, la idea de incomunicación atravesará todo el film, mediante la estudiada y simbólica puesta en escena. Los tabiques de la casa, así como los marcos de las puertas, vienen a actuar como muros de separación entre los miembros de una familia desestructurada, cada vez más distanciada. Debido a tanta contención, se abre una grieta en la pared que Lide, la verdadera protagonista pese a no llevar su nombre la película, se empeña en cerrar una y otra vez, sintetizando en esa imagen todo su personaje, necesitado de un mapa y una brújula. La desaparición de la hija y su búsqueda en buena parte de la película no es física, o no solo, sino más bien emocional. Un viaje que Lide comienza, junto a su exmarido con quien se ve en la obligación de tender puentes a pesar del desentendimiento, un viaje hacia el núcleo vital de Ane, arriesgando su trabajo y su propia vida. Una ausencia también recogida mediante planos vacíos y planos secuencias (los dos desayunos), así como en los encuadres de Lide, que siempre dejan a Ane fuera de campo, para profundizar en la soledad de la madre infatigable que siempre se termina viendo sola.


Por tanto, otro concepto indudable de la película es sin duda la soledad. Si en la de Almodóvar, Julieta (2016) se desesperaba frente a la ausencia de su hija (Antía) sin flaquear de ningún modo su insistencia, llegando a comprar cada cumpleaños una tarta para su hija esperando su regreso, en esta algo parecido le sucede a Lide con respecto a su hija Ane, en su lucha interna incansable por conocer a la completa desconocida que es su hija a quien también compra una tarta que decide tirar. Salvando las inconmensurables distancias entre las ausencias de Antía y Ane, Julieta y Lide comparten el hecho de no encontrarse del todo dentro del rol materno y de soportar una y otra vez las embestidas, en este caso directas, de las que están hechas de una materia que un día fueron sus propias entrañas. Sin embargo, el proyecto es tan valioso que los daños no las van a parar.
Desde lo más cotidiano a lo universal, Ane radiografía un conflicto que ha causado un profundo dolor y que ha generado heridas -grietas- que necesitan abrirse, porque nunca se han cerrado del todo bien, y curarse definitivamente. Por suerte, la reconciliación de la que también habla la película se acerca más a la de Julieta.


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