El año del descubrimiento (2020). El despertador del pueblo dormido.


En el aún reciente 2020, dos han sido las propuestas cinematográficas españolas que han encontrado su razón de ser en la revisión del contradictorio año 1992 y de qué manera la efervescencia de los grandes acontecimientos que se produjeron en él -Los Juegos Olímpicos en Barcelona y la Exposición Universal en Sevilla- silenciaron la precocidad de un país que en unos pocos años se pretendía completamente moderno, con ínfulas de potencia económica a la par que sus compañeros europeos. Así lo señala Juan Sanguino en Cómo hemos cambiado: "Formar parte del primer mundo tiene sus inconvenientes. Para ganarse la entrada al club había que homogeneizarse".
Por una parte, desde la ficción, el debut de la cineasta Pilar Palomero, que se trasladaba a su Zaragoza del 92 y recogía su propia memoria atendiendo a todos aquellos ecos que llegaban de Barcelona y Sevilla, pero no terminaban de calar por la densidad de los robustos muros de piedra de los colegios religiosos que impartían una educación castradora -sobre todo a las niñas- y que decidían mirar hacia otro lado aun cuando tenían que toparse a la fuerza con imágenes (campaña de prevención contra el VIH) en su ciudad que les advertían el nuevo rumbo en el que se había embarcado España.
Y por otra, desde el documental, El año del descubrimiento de Luis López Carrasco, un garrotazo goyesco en toda la cara. Y es que su trabajo no dista demasiado del que en su día hizo el artista zaragozano en sus Disparates y Desastres de la guerra: articular imágenes inolvidables que ahondaran en las principales lacras que afectaban a la sociedad española y la sumían en un eterno letargo, en un país de pandereta. Aunque Luis no estampe imágenes preconcebidas, recoge otras perennes. A lo largo de las tres horas y veinte minutos de duración de documental, se suceden, a pantalla partida, los testimonios de los habitantes de Cartagena, bien aquellos que vivieron directamente o produjeron las huelgas y disturbios -hasta llegar a la quema del palacio parlamentario regional- o las generaciones posteriores que fueron afectadas por los procesos de privatización de las empresas y desmantelamiento de la actividad industrial cartaginesa y, en consecuencia, los masivos despidos de trabajadores que habían hipotecado sus vidas y sueños a esas empresas y ahora se veían abandonados a su suerte, que no era mucha. Empleando vídeo de la época e incluyendo material de archivo -y algunos cuadros de texto para contextualizar y aportar información- las distintas voces conforman una visión panorámica de unos años marcados por los desahucios, las depresiones, la precariedad y la pobreza. Y todo ello en la barra y mesas de un bar frecuentado por distintas generaciones, distintos puntos de vista que radiografían con todo detalle la España del 92 y la de hoy: las transformaciones en las organizaciones sindicales, la escasa conciencia de clase, la inestabilidad laboral (sobre todo en los más jóvenes), la represión policial, el auge de la extrema derecha en Europa, el activismo virtual, la escasa empatía con la lucha del vecino… Resonancias que no dejan de emparentar 2020 con 1992 y que hacen patente una fractura que, aunque parta de Cartagena (como los elefantes de Aníbal) recorre toda la geografía española.
El año del descubrimiento es, ante todo, une ejercicio de memoria histórica, de revisión de procesos como el de la Transición. También lo es Las niñas. Actos de justicia que reescriben y completan las lagunas de una historia dada por cerrada y siempre incompleta, que comete los mismos errores una y otra vez dejándose ensordecer, cuando su labor es la de agudizar el oído para alcanzar esos pequeños sonidos que quedan enterrados en el subsuelo. Y cuándo vamos a entender que lo que crece en la superficie depende de unas fuertes raíces que se clavan en el subsuelo. Desde la última generación que conoció el trabajo antes que todo lo demás, a las que ahora deben recoger el relevo y, ahora sí, demoler las ruinas de un pasado oscuro. El de la España negra.

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