Fragmentos de una mujer (Pieces of a woman, 2020). La reconstrucción de un cuerpo dolido por la ausencia.

Hay ciertos dolores y tragedias que la empatía no es capaz de procesar: el del parto y la pérdida de un hijo, aún más si acaba de nacer cuando su llanto repentinamente ha dejado de oírse. Tal es la intensidad que conlleva el proceso de dar vida -con sus angustiosos meses anteriores donde el cuerpo se convierte en portador y es valorado por lo que aún no es más que por lo que sí- que, si esta es arrebatada, no queda espacio para nada más que la catástrofe, para un duelo interminable. La pausa de un tiempo que ni siquiera ha llegado a transcurrir. Trasladar esa sensación a una pantalla no es tarea fácil, pero Kornél Mundruczó, con guion de Kata Wéber, lo consigue. Son casi treinta minutos los que dura el magistral plano secuencia del parto al inicio del metraje, desde las primeras contracciones hasta el breve nacimiento y muerte del bebé, donde la cámara no deja de buscar el rostro de una espléndida Vanessa Kirby, que se retuerce ante el dolor de un cuerpo que parece va a desgarrarse y en el que se lee el miedo a no ser capaz de poder resistir los embistes del ser que se arrastra por todas sus entrañas sin tregua. Resulta tan orgánica la posición de la cámara que, gracias a la ausencia de cortes -simplemente queda apuntando a veces al vacío- la sensación inmersiva es total al punto de acercarse a la del propio padre: desde fuera, como ya sucedía en Los días que vendrán (2019) de Carlos Marqués-Marcet, queriendo ayudar sin poder más que mirar. Y ahí se enriquece aún más la secuencia ya que es capaz de mostrar la mirada doliente de la madre y la confusión y el pánico del padre que, aun también afectado, jamás compartirá la misma condena ni la misma brecha en el cuerpo.


A partir de ahí, la película se dedicará a seguir a una mujer rota, despedazada y casi derrotada, en un proceso de búsqueda de culpables, impuesto desde fuera de su propia conciencia y decisión, y de sanación de un cuerpo dolido por dentro y por fuera. Una mamá a la que le han arrancado una parte de sí misma pero que aun mantiene el instinto y las olvidadizas huellas que, ajenas al curso de los acontecimientos, siguen naturalmente apareciendo y manchando su piel. Y es la excesiva atención a ese proceso destinado a terminar en los juzgados, además de algunos recursos melodramáticos en relación al resquebrajamiento de la pareja tras la desdicha y el empleo de metáforas afectadas, que desaprovecha ahondar en otras consecuencias que, aunque se esbozan, no terminan de desarrollarse, como la relación de reproches y reflejos que establece con su madre tras la horrible conmoción. No obstante, es dentro del juzgado donde la protagonista decide expresarse, sacar relucir todos los sentimientos que parecía querer contener, a través de un monólogo -que tiene como contraplano precisamente la mirada atenta de su madre- donde la rabia y la tristeza nunca se superponen a la sororidad. Por eso decide mirar hacia delante, porque las mujeres, a veces por naturaleza y otras por imposición, crecen en una continua convivencia con el dolor que las prepara para sobreponerse y seguir adelante con lo que les queda. Aunque sólo sean retazos o fragmentos. Y ante la imposibilidad de una recompensa a tal pérdida, decide quedarse con el recuerdo, con el instante feliz que quedará para siempre sobre papel y sobre las manzanas. Y por debajo de la piel.

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