Hope (2019). El diario cinematográfico de quien ha vuelto a nacer.


El segundo largometraje de Maria Sodahl, nueve años después de Limbo (2019), se trata de un diario escrito a partir de formas fílmicas. Aunque la cineasta también firma el guion, el verdadero lápiz que imprime los recuerdos y la memoria de un tiempo pasado es la cámara. De esta manera, no son ya las palabras las que encierran en sí mismas las reminiscencias de un ayer doloroso, sino que son las imágenes las que comprimen esa fatídica Navidad que desordenó su propia vida por completo -y que se materializa en imágenes de una casa completamente desgobernada-. La película transcurre en apenas 11 días, que van siendo indicados con títulos similares a los de  la entrada de un diario personal, algunas de mayor duración y otras más breves, como sucede en los verdaderos diarios, donde unos días son más narrables que otros. Un diario o gran flashback de esas gélidas vacaciones donde las visitas a las fríos y blancos hospitales le robaron espacio y tiempo a las cálidas y ruidosas reuniones familiares. Por eso Sodahl decide que sea la protagonista quien guie el relato adoptando toda la película su campo de visión; los recorridos por la ciudad nevada e iluminada para las fiestas aislada dentro del coche son prueba de ello. Incluso sus percepciones sensoriales son captadas a través de la intranquilidad de una cámara que no puede permanecer fija tras haber descubierto la presencia de un tumor incurable en el interior de Anja. 

Según esta aproximación, la película estaría muy cerca de esas otras muchas que vertebran su relato a partir de las consecuencias trágicas de una enfermedad como el cáncer. Pero Hope, ya el propio título lo indica, es otra cosa. Quizás sea porque es su propia historia -tal y como la recuerda- que la directora rechaza cualquier tipo de exceso melodramático para decidirse por un tratamiento mucho más sincero que da como resultado una película más seca y contenida de lo que pudiera pensarse de ella. Esto no quiere decir que sea fría, todo lo contrario, sino que prefiere detenerse en los gestos -en los abrazos de sus numerosos hijos-, en los pequeños detalles -las miradas expresivas de los dos protagonistas-, y en el deterioro mental causado por la enfermedad y los medicamentos que se ve obligada a tomar para frenarla. Prestar atención a lo cotidiano, a las conversaciones que establece con su hija y su amiga, llenas de sororidad, con pequeños trazos de humor, son esos aciertos que consiguen ser emotivos y la vez comedidos. Por eso cualquier arrebato de ira o miedo repentino es tan verosímil que duele. 

Y sobre todo es sincera porque se acerca a la fractura generada entre ella y su marido con absoluta honestidad. "No sabía que existías" o "hemos vivido vidas distintas" son algunas de las consideraciones a las que llega Anja cuando hace retrospectiva de una vida que parece estar llegando a su fecha de caducidad antes de lo que cabría esperar. Una vida que cree haber perdido entre la rutina y que se ha consumido entre su trabajo y el cuidado de una extensa familia. Ese haber sido para otros que la hermana con tantísimas mujeres que corren el peligro de cumplir condena y no desatarse jamás. De no encontrar camino de vuelta con tan solo 40 años. Y en eso incluye también a su marido con el que no es capaz, en principio, de encontrar esos lugares comunes que deberían compartir. Por eso hay reproches, hay lágrimas. Hay recapitulaciones, dudas. Y la constatación de la paradójica distancia con respecto a quien duerme de noche al lado suya. En la misma cama -y en eso recuerda  a la aproximación bergmaniana del matrimonio-. Pero, de nuevo, la cineasta da un paso más. En este derroche de generosidad que es esencialmente la película, potencia la actitud vitalista y optimista de Anja -más cerca ahora de la Rosa de Icíar Bollaín- que hace posible, junto a la toma de consciencia de la posible finitud de la vida, la reactivación de lo que parecía no tener solución para ayudarse, el uno al otro, a recordar. Y todo ello en pocas palabras, atendiendo a las miradas, al contraplano que uno recibe del otro. A rememorar al otro y a sí misma para lograr renacer. 


Al final, Hope queda como ese álbum de recuerdos del que probablemente haya sido la mayor crisis vital de María Sohdal. Como testimonio inmortal al que asomarse cuando el tiempo parezca arreciar. Porque, si la suerte ocupa un mínimo lugar en el destino de la humanidad, la esperanza es lo último que ha de perderse. 
 

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