La chica del brazalete (2019). La condena eterna del juicio moral.

La premisa de La chica del brazalete de Stéphane Demoustier parte del seguimiento del proceso judicial en el que se ve envuelta una joven acusada por el asesinato de su mejor amiga -como sucedía en Acusada (Gonzalo Tobal, 2018)- para lograr un escrupuloso retrato doble: el de la protagonista y el propio sistema judicial francés. En dicho proceso, que se extiende cerca de dos años en los que llega a cumplir la mayoría de edad, la protagonista adopta una apariencia hierática y una actitud hermética que, lejos de responder a indiferencia, más bien se debe al cansancio provocado por la sustracción irreversible de su adolescencia y libertad. Para ello, la película pone sus formas al servicio de la creación de un entorno claustrofóbico trasladando la mayor parte del metraje al interior de los muros de un tribunal y colocando a Lise detrás de una mampara de vidrio que la separa del resto de la sala del juzgado. De la misma sociedad. De esta manera, la puesta en escena traduce a la perfección la sensación de encierro y metaforiza, en el reflejo en el vidrio de los asistentes de la sala, el secuestro del cuerpo y la mente de Lise que van a ser sometidos a escrutinio una y otra vez. Cualquier decisión, por cotidiana que pueda parecer, anterior o posterior, pasará a ser de interés público. 


La chica del brazalete no se mueve solamente en los códigos del thriller judicial, sino que la película constituye un juicio en sí misma. Un juicio que demanda la colaboración de un jurado popular que ha de ir respondiendo a los interrogantes que se plantean en el proceso de acusación de Lise. Y ese jurado no es otro que el propio espectador que ha de encontrar el origen de las pruebas que la fiscal presenta;  si estas son suficientemente válidas o responden a la falta de evidencias sólidas, si dichas acusaciones responden al desconocimiento y a la condena de actitudes hacia una generación incomprendida, como muy bien recoge el monólogo de la abogada de la defensa. Se suceden preguntas que dolorosamente se reconocen por la semejanza con casos reales (La Manada) donde las mujeres son sometidas al juicio de la doble moral y siempre se ven obligadas a responder por el siempre hecho de ejercer su derecho a la libertad. Donde se juzga, pero no queda claro si se hace justicia. Y ese doble resero con el que se mira a las mujeres, y mucho más a las jóvenes, es el encarcelamiento previo a la condena penal, que aquí no sólo está presente en el argumento y en los diálogos. El constreñimiento de estas mujeres se materializa en las múltiples imágenes de los recogidos vistos desde atrás no sólo de la acusada -que aparece con el cabello suelto cuando se encuentra en casa o haciendo lo propio de una chica de su edad-, sino también de su madre -contra la que el letrado emite un innecesario juicio moral-, la abogada y la fiscal. 

Y aunque parezca que el juicio se acerca al Juicio a una zorra (Miguel del Arco, 2017), Demoustier rechaza la grandilocuencia para presentar el juicio de la manera más verosímil posible. Por eso desecha el uso de la música y de diálogos grandilocuentes que contribuyan a crear efectismos o a manipular la mirada del espectador con tales subrayados. Comparte con el texto interpretado por Carmen Machi el discurso, pero decide situar la cámara como testigo neutral, adoptando la visión del que bien podría ser cualquier asistente de la sala del tribunal (es decir, el espectador). Toma de distancia que, además, le permite ahondar en el impacto de la acusación en la propia familia en secuencias donde se hacen patentes las dudas y el deterioro de unos padres rotos por el incesante escrutinio. Unos padres que miran -a través del espejo retrovisor del coche- el daño irreparable que está sufriendo su hija. Y sólo ahí es donde entra la música. 

Un thriller sobrio y contenido donde la culpabilidad o inocencia de Lise no es relevante, sino mera excusa para plantear interrogantes sobre los difusos límites entre lo que implica juzgar y hacer justicia. Porque sea culpable o no, la condena, como bien apunta el plano final, será para siempre. 


 


Comentarios