Tierra firme (2017). La modernidad líquida.

Zygmunt Bauman creó el concepto de modernidad líquida aplicado a la actualidad entendida como paradigma de lo cambiante y lo flexible. Donde la solidez y estabilidad del pasado, aquí representadas en la arquitectura y el cemento, dejan paso a la incertidumbre y a la transitoriedad del consumo rápido. Del cortoplacismo del presente del que habla Noemí López Trujillo en El vientre vacío (2019) que, además, conecta con el personaje de Eva (Oona Chaplin), una mujer que ve en peligro la posibilidad de ser madre por el acecho de un futuro incierto. Y no es casual que Carlos Marqués-Marcet decida escoger como escenario de su segunda película un canal del Támesis por el que transitarán tres personajes perdidos y víctimas de las nuevas sociedades frágiles. Y, aunque a veces la vida en el coqueto y barco hípster parezca romantizar ese estilo de vida bohemio, de repente esa sensación se ve dinamitada cuando el director decide recordar, mediante el vaciado de excrementos que generan en primer plano, que ese modo de vida no es una elección. Así, la bohemia se vuelve precaria, o más natural, al llenarse la pantalla de mierda (y ahí parece guiñar de nuevo al concepto de desechos de Bauman). Porque así es Tierra firme, una película llena de contrastes: donde convive lo urbano y lo natural, lo viejo y lo nuevo de manera orgánica. Donde el montaje brusco contradice la aparente apacibilidad del agua sobre la que se mueven unos personajes inestables, inseguros, y volubles. 

Tierra firme (2017) podría considerarse la segunda parte de la trilogía involuntaria que conforma junto con 10.000 km (2014) y Los días que vendrán (2019). Y no sólo por la presencia de los mismos actores en algunas de ellas, sino por la repetición de las mismas preocupaciones y la aparente prolongación de personajes como el que interpreta David Verdaguer. Aunque en una se llame Roger y en otra Sergi, parece ser el resultado del crecimiento del arco de un personaje que termina (o empieza, según se mire) en la última entrega. Un personaje masculino complejo que cuestiona los dictámenes de la masculinidad patriarcal de manera sutil pero certera, sobre todo a partir del concepto de paternidad que recorre las tres películas. En esta, Roger se muestra feliz de poder ayudar a sus amigas con su esperma para que puedan ser madres. Y lo que en un primer momento parece júbilo, pronto se tronca preocupación cuando decide querer ser parte y contribuir al mantenimiento de ese hijo que también es suyo. Un hombre comprometido, imperfecto y dubitativo, que no huye, sino que anhela la paternidad y que abraza los cuidados como parte esencial de la vida. Un hombre inseguro que, intentando calmar el dolor de la otra -ejerciendo el rol protector-, infantiliza su voz para evitar quebrarse.

Por otro lado, se encuentran Eva y Kat (Natalia Tena), funcionando esta última de alguna manera como la antítesis de la primera. Mientras que Eva desea ser madre y abrazar lo sólido después de un periodo de inestabilidad que parece haber entrado en un pausado letargo, Kat se identifica mucho más con el barco, con espacios en movimiento que evitan echar ancla. Kat es insegura y no sabe gestionar las emociones y prefiere delegar en otros unas responsabilidades que no reconoce como propias. Pero también es un ser lleno de culpa, de arrepentimiento y muy generoso, casi inocente, que valora por encima de todo su compromiso con Eva. Y Eva, cansada de tanto esperar y tras sentirse abandonada por un proyecto de vida que creía común, cae víctima de las garras del individualismo y decide “perseguir su sueño” sola. Pero a pesar de ser personajes contradictorios, inestables, incluso cazurros, entienden que establecer lazos y fortalecer comunidades es la única solución frente al desfase de una fiera individualidad que Bauman no supo predecir y que las sociedades capitalistas han llevado al extremo.

Y son esas continuas contradicciones de los personajes, predispuestos a la transformación -algo que se trabaja desde la reescritura del guion incluso en el mismo rodaje-, lo que captura a la perfección la transitoriedad que atraviesa la generación retratada (a la que pertenecen tanto el director como los actores). Se habla del cine de Marqués-Marcet como un cine generacional y en cierto modo así es, porque es capaz de captar las principales preocupaciones de dicha generación a partir de una reflexión filosófica de la actualidad sin necesidad de acudir a diálogos excesivos ni grandes pirotecnias. Su cine es un cine de lo sutil, de lo liviano, pero sin renunciar a llenar la película de capas. Y de detalles. Y prueba de ese azar y cuidado del detalle se materializa en escenas improvisadas tales como las que suceden en el piano. La primera, que comparten Eva y Roger, donde dicen más con las teclas del piano que con las palabras -como se comunicaban madre e hija en Sonata de Otoño (Bergman, 1978)-; y la segunda, donde Kat demuestra su incapacidad de gestionar la emociones llorando la pérdida de Chorizo (su gato) cuando en realidad lloraba por la pérdida del timón su barco.

Y llegando al final, lo correcto sería decir que en Tierra firme no hay puntos y final. Los personajes, como el ser humano, no dejan de ser mutables, por mucho que se empeñen en buscar tierra firme. Su interior sigue bullendo como el agua del canal en las que se cierran unas compuertas para que otras se abran. Sin filtros de por medio. Como en la vida misma. 

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