Vértigo (1958). El sueño de la razón produce monstruos.

 

La auténtica obra de culto, más allá de la consideración de clásico por su carácter rupturista y su aportación a la conformación del estilo de cineastas póstumos, es aquella capaz de mantenerse indemne a las lecturas de las generaciones posteriores. Bien podría ser el caso de Vértigo (1958) de Alfred Hitchcock ya que a pesar de superar el medio siglo mantiene intacta su juventud. Un rara avis en su contexto -aunque El Segundo Sexo ya había sido publicado y era notorio el efecto de la segunda ola en el mundo- y una película oportuna en el presente teniendo en cuenta la irrupción del Me Too y su revisión de la historia del cine. Porque, desde cierta ambigüedad ¿no está proponiendo el director una suerte de acusación de la masculinidad de Scottie proyectada en la idealización de Madeleine, la supuesta femme fatal?

Vértigo, que aparentemente se articula en el terreno argumental en torno al triángulo amoroso entre Madeleine, Scottie y Judy, es desde el inicio una historia de simulaciones; desde la propia estructura del filme, que se termina dividiendo por sorpresa en dos partes, hasta la presentación de los personajes cuyas miradas (elemento vertebrador) serán las productoras de dicha fractura. El relevo del punto de vista casi después de tres cuartos de la película de Scottie a Judy -método que volverá a emplear en Psicosis (1960)- a través del flashback aclaratorio será el recurso que revelará el doppelgänger de la primera fracción. Un desdoblamiento, que bien mirado venía siendo advertido en ciertos componentes de la siempre tan bien cuidada puesta en escena: los espejos, que replican continuamente a Madeleine para evidenciar la duplicidad de su identidad, o el propio uso del color en torno a ella, que basculará desde la intensidad peligrosa del rojo a la fantasmagoría onírica del verde. Duplicidad también presente en Scottie ya que, una vez destapado el engaño, dejará de ser el héroe para tornarse villano (transformación que inicia en el clip de la pesadilla) al empeñarse en resucitar a la Madeleine etérea, construida por medio de la fotografía brumosa y primeros planos (como el de perfil frente al tapiz rojo que anuncia peligro), y enterrar a Judy (portadora del verde en sus prendas y maquillaje) en el deseo masculino de la mujer fatal. Porque a Judy la construyen los hombres: primero Gavin y más tarde Scottie, teniendo como cómplice este último al espectador.


“El sueño de la razón produce monstruos”, ya lo apuntaba Goya en sus Caprichos, algo parecido a lo que le ocurre a Scottie, cuyo verdadero trastorno no es el vértigo sino el aturdimiento de una razón que le hace revelar sus deseos más siniestros. Una espiral, presente desde los títulos de crédito, de deseos que concibe sobre la protagonista y que por imposibles terminan por convertir el final en el de una pesadilla. Una paranoia donde los verdes eléctricos entorno a la figura ensombrecida de Judy y la banda sonora en su máxima estridencia conducen trágicamente el destino cruel de la mujer fetichizada y del hombre al que sólo le quedarán la inmortalidad de las pasiones y debilidades masculinas.






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