Retrato de una mujer en llamas (2019). La revelación de la musa.

 

Una voz sirve de guía a las manos de unas jóvenes aprendices de pintoras en el inicio de Retrato de una mujer en llamas (2019). De repente, esa voz que indica los movimientos que han de trazarse sobre los lienzos en blanco queda descubierta. Pertenece a Marianne, una artista que abandona por un segundo su  lugar para colocarse en el de la musa, en un ejercicio pedagógico para sus pupilas. Un gesto que, pareciendo usual, resulta esclarecedor en el transcurso de la película y la creación del discurso de la misma. Porque la quinta película de Céline Sciamma es, ante todo, un ensayo sobre la mirada y el impacto que esta genera sobre la creación artística. Y es precisamente esa voz -o su mirada-, la de Marianne, la que va a dirigir la visión del espectador durante todo el filme, estructurado a partir de un gran flashback que comienza cuanto la artista observa  una imagen que pintó en el pasado. Por lo tanto, ese flashback -que supone casi la totalidad de la película- no es más que la gran representación del relato: la puesta en escena de un recuerdo. 

Aunque pueda parecerlo, Retrato de una mujer en llamas no es solo una historia de amor lésbica en el siglo XVIII. Es una película que va construyendo un discurso a partir de modelos de representación artística. De esta forma, la figura de Marianne podría considerarse un alter ego de la propia cineasta (con la que comparte además el romance con Adèle Haenel) que va deconstruyendo desde fuera y desde dentro del relato una manera de mirar -de reproducir en imágenes-, que se ha consolidado como canónica en el cine: la mirada voyerista. Una mirada que respondería a lo que Laura Mulvey llamó male gaze y que se va a poner en crisis con la propuesta de una alternativa más cercana a la female gaze. Pero no sólo porque Celine sea mujer, sino porque es capaz de deconstruir un modelo, señalando sus desaciertos y falsedades, para así proponer otro más honesto. 

En este proceso de deconstrucción, la película encuentra en el plano-contraplano su mejor modo de expresión. De esa manera, en la primera parte, Marianne espía -ocultándose bajo el velo negro que la cubre- el rostro, cuerpo y gestualidades de la inocente y engañada musa. Lo que se ve responde, en gran medida, al punto de vista de la artista que necesita memorizar la fisicidad y esencia de Hélöise para poder plasmarla. Pero ese modus operandi da una imagen errónea y fragmentada. Así Marianne comprende la necesidad de establecer una relación más fiel y honesta para que la imagen resultante no sea falseada. Por eso barre el rostro hasta difuminarlo por completo. Pero la crisis de ese modelo representativo no se da ahí por primera vez. Si los diálogos furtivos entre la madre de Hélöise -quien la contrata para hacer el retrato- y Marianne van urdiendo el engaño, es esa escena oscura en la que Marianne recorre el cuerpo pintado de Hélöise que se inicia la fractura irreversible. El momento en que la llama inofensiva de la vela, que va iluminando los pliegues del vestido, cobra vida y salta al propio retrato comenzando a destruirlo. A continuación, es Marianne quien lanza la imagen a las llamas, fijándose posteriormente la cámara sobre el rostro de la pintora en primer plano. Es la imagen de la cineasta viendo arder la mirada que rechaza. 

A partir de ese momento ya nada vuelve a ser igual. La musa, para lo que todo había sido predispuesto, se niega a continuar el rol pasivo que le han asignado. Ella demanda un papel activo. Dinámica que recuerda a la de Agnès Vardá en Cléo de 5 a 7 donde mostraba, en su caso a partir de múltiples espejos, el viaje de su protagonista desde objeto observado a sujeto observador. Céline, por su parte, lo hace de otra manera también exquisita en la escena en la que Hélöise le aclara a Marianne que no se encuentran en lugares tan distintos sino que más bien comparten posición. Y lo que había sido filmado en plano contra-plano, deviene en plano secuencia en el instante en que la musa pide a Marianne que se acerque y mire. Y no sólo responde a la petición Marianne, sino también la cámara que, seguidamente, reencuadra los dos rostros hasta conseguir un primer plano. Y entonces Hélöise dice: "Si tú me miras a mí, ¿qué estoy viendo yo?" La musa se ha revelado. Además, esta elección de movimientos de cámara se completa con otros aspectos de la puesta en escena como el diseño de vestuario que contrapone el vestido rojo al verde recordando al uso de ambas tonalidades en Vértigo (1958). Si no, ¿porqué es Hélöise quien viste de verde solo cuando va a ser retratada? 

Pero la propuesta de Céline aún va más allá. Si hasta ahora su ensayo sobre la mirada respondía al género del retrato -como ejercicio mimético- en la secuencia del aborto se interesa por el carácter testimonial de la representación de la realidad. Céline entiende a la perfección la necesidad, de la que habla Cristina Fallarás en Ahora contamos nosotras, de crear una memoria colectiva que recoja la violencia histórica ejercida contra las mujeres, esos pequeños momentos trágicos que han definido la experiencia de ser mujer. Y es precisamente ese ejercicio el que se ejecuta en esta escena. Aquí, el esquema que componía la escena de la revelación de la musa queda invertido, el plano secuencia deriva en plano contra plano, porque los límites entre artista y musa se han desdibujado. Tanto es así que es Hélöise quien decide qué se va a pintar y cómo, por lo que comienza a preparar la puesta en escena que va a quedar congelada en la imagen resultante del proceso colaborativo y cómplice entre ambas. De nuevo, llama la atención la gama cromática escogida. Contraponiendo la fotografía luminosa, clara y plástica del resto de la película, en esta escena se decanta por una luz oscura, tenue, iluminada solo por las llamas del hogar -el fuego siempre presente-. Pero no sólo la paleta de la imagen en movimiento, sino también la de la imagen fija, la de la tablilla que recoge el aborto, una pequeña tablilla de colores oscuros frente al gran lienzo colorista del retrato de Hélöise. Un guiño a los procesos y clasificaciones generadas a partir de la historia del arte -en la que se asignaban formatos a temas concretos- y la ruptura de esas estratificaciones con el primer plano de la tablilla. 

Todo este discurso se va dibujando tras la furtiva y romántica historia de amor entre Marianne y Hélöise que se propone como una actualización en clave posmoderna del mito de Orfeo y Eurídice. Encerradas en una fotografía deudora de la pintura romántica europea del siglo XVIII, y destinadas a sublimar su romance en términos orfeísticos, la cineasta vuelve a ponerlo todo del revés. Es la Eurídice (Hélöise) la que insta a Orfeo (Marianne) a mirar. Pero, a diferencia de la tradición mitológica, Marianne no se queda con la última imagen -que la había atormentado en toda la película- sino que se queda con la que verdaderamente encierra lo que supuso conocer y amar a Marianne. La imagen oscura, que para ella siempre quedará, de una mujer ardiendo en el retrato. La imagen de una mujer en llamas. 


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