Una niña (2020). La pequeña crisálida.
En Tomboy (2011) Céline
Sciamma se acercaba a la historia de un niño transexual en el instante en
que comenzaba a descubrirse como tal. Una niña comienza, desde
los propios títulos de crédito, con insertos de Sasha intentando ponerse un
vestido de lentejuelas de colores. Cuando por fin lo consigue, y tras la
selección de varios elementos decorativos para su pelo largo, se mira en el
espejo. Estos primeros minutos, así como el propio título de la película, funcionan
como una declaración de intenciones: Sasha es una niña de siete años que sólo
es feliz cuando se reconoce. Aunque aquí la cámara funcione como dispositivo
“voyeurístico” que permite espiar el apasionante mundo de la infancia cuando se
cree inadvertido, este será el único momento dónde pueda plantearse la duda. En
adelante, la cámara de Sébastien Lifshitz parecerá desaparecer debido a
la complicidad generada con la familia y la honestidad del retrato del rostro
en primer plano -nunca intrusivo- de Sasha. Esto le permitirá hacer evidentes
las lágrimas que brotan de los ojos de la niña tras forzar una sonrisa nerviosa
que esconde el dolor de haber nacido con la marca de la disidencia. Y no sólo
las suyas, sino también las de su madre, que resulta ser coprotagonista. Son
los hombros de su madre sobre los que recae todo el esfuerzo de una infatigable
lucha contra una sociedad, representada a través de instituciones como el
propio colegio, donde la transfobia campa sin remilgos. Y no sólo el cansancio,
también la culpa. Aunque el padre de Sasha resulte importante en el proceso y
apoye rotundamente a su hija, se ve exculpado mientras que sobre la cabeza de
la madre sobrevuelan las dudas y los reproches. Es aquí cuando la propuesta se
aleja de la de Sciamma más centrada en el auto descubrimiento de Michael.
En Una niña, Lifshitz
vuelve a acudir al documental -de la misma forma que en sus últimos cuatro
títulos- como un recurso que le aporta a la película un mayor grado de
veracidad a través de una experiencia real. No quiere decir que rechace las
posibilidades de la imaginación, sino que encuentra en la resistencia de Sasha
y su madre, por la defensa de quién es, toda la magia que puede pedírsele a la
película. A esto precisamente contribuye el uso de la música que aparece en
momentos muy determinados y que da al relato carácter de cuento, a veces teñido
oscuro y otras luminoso. Un cuento sombrío por las exigencias de suspensión de
la identidad de Sasha (cómo si eso fuera posible) durante el periodo de tiempo
más importante del crecimiento de un ser humano: la infancia. Pero, también un
cuento brillante, porque a diferencia de lo que ha venido ocurriendo
frecuentemente en estos casos, la familia de Sasha es empática y dirige todos
los esfuerzos, a pesar de las dificultades, a acompañar la transición de su
hija desde muy pronto para proteger ante todo su infancia. Y ese es el gran
acierto de la película, la convivencia entre la conciencia y el optimismo.
Entre la ausencia de apoyo por aquellos lugares supuestamente seguros para la
educación de los niños y las transformaciones llevadas a cabo por un personal
médico mucho mejor organizado y preparado. Una película que no obvia el bullying
pero que se muestra preocupada en mostrar las faldas y zapatos dorados que
hacen a Sasha ser feliz. Ser ella misma.
Sébastien Lifshitz es un
cineasta fiel a unos intereses que se repiten desde distintas perspectivas a lo
largo de toda su filmografía. Una filmografía atravesada por la cuestión de la
identidad, de cómo esta se construye y, sobre todo, las consecuencias derivadas
de la jerarquización que suponen los géneros. En todos sus títulos recoge,
desde la ficción o el documental, testimonios personales que terminan siendo
verdaderos ejercicios de reconstrucción de la memoria histórica de un colectivo
(LGTBIQ+) marcada por la violencia y la marginación. En Bambi (2013)
y Les vies de Thérèse (2015) cedía la voz a dos mujeres con
nombres y apellidos que, en la vejez, hacían una meticulosa retrospectiva de lo
que había supuesto ser fiel a sus identidades en los diferentes contextos por
los que habían transcurrido sus vidas. Y algo parecido hacía en el retrato
coral de Les invisibles (2012) permitiéndole estos formatos, completados
con imágenes reales, una suerte de estado de la cuestión de las
transformaciones políticas y sociales acaecidas, en esos casos, en Francia -
aunque haga eco con el resto de Occidente-. Y en esta ocasión, Una niña
parece ser el resultado orgánico de una investigación casi antropológica, que
ha ido del revés, desde la vejez hasta la infancia.
Una niña es, sin duda, una
película política. No porque se sirva de discursos panfletarios o
sensacionalistas, sino porque entiende a la perfección que actualmente lo
personal sigue siendo político. Es decir, entiende de qué manera las
experiencias íntimas de personas que trasgreden las normas tienen una
importancia general. De lo concreto -la experiencia de Sasha- llega a lo
universal. Más aún en una coyuntura donde los derechos humanos peligran, no
sólo con el auge de la extrema derecha en Europa y EEUU, sino con las fracturas
que se están produciendo dentro del propio feminismo -si tiene sentido
nombrarlo en singular-. Una coyuntura que provoca la aparición de falsos
debates en torno a la existencia de las personas transexuales con la excusa de
los supuestos peligros que traerán consigo propuestas como el anteproyecto de la
ley trans en España aún por aprobar. Discusiones que no hacen más que
desproteger a las personas trans, especialmente en sus infancias,
frecuentemente suspendidas o dinamitadas irreversiblemente como el propio
cineasta reflexiona en Wild Side (2004) en la que la protagonista
se niega a conservar ningún souvenir de ese periodo de su vida.
Pero si de algo ha aprendido
quien nace con el sello de la diferencia es a resistir. Sasha, la crisálida,
baila porque entiende que las revoluciones que no permiten bailar no importan.
Baila porque es la única manera de conquistar espacios de libertad y se coloca
unas alas improvisadas mientras llegan los días en los que podrá ser la
mariposa que realmente es. Y entonces, esas alas ya no serán prestadas, será
reales y serán suyas para siempre. Como bien dijo “La Agrado” en Todo
sobre mi madre (1999): “Una es más auténtica cuanto más se parece a lo
que ha soñado de sí misma”. Y eso Sasha lo sabe mejor que nadie.
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